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En este artículo continúo con los detalles de la fiesta del primer centenario de la Independencia de México, en 1910.
Era una fiesta de carácter republicano y en la puesta en escena estuvieron los emblemas patrios –la bandera y el himno nacional—, el presidente de la República y funcionarios del nivel más alto del régimen. Pese a la modernidad y racionalismo con que pretendía proceder el Estado porfiriano, no pudo evitar –como otros tampoco podían— el uso de insignias y símbolos de todo tipo.
II parte
Es fácil suponer que el acto empezó a la llegada del señor presidente y su esposa, doña Carmen Romero Rubio de Díaz, y de los invitados especiales, quienes —según testigos contemporáneos— no escondían su satisfacción. Ninguno pensaba que habría un estallido revolucionario poco tiempo después.
Los episodios musicales fueron importantes en el desarrollo de la ceremonia; la orquesta y los cuatrocientos integrantes del coro del Conservatorio de la Ciudad de México entonaron las notas vibrantes del Himno Nacional, la Marcha Heroica de Camille Saint-Saëns, la Apoteosis de Héctor Berlioz, y luego, en lo que fue una cumbre palpitante, la Marcha Fúnebre del Crepúsculo de los Dioses de Richard Wagner. De tal modo, el rito de la Apoteosis nos permite analizar cómo el México de «la paz porfiriana” logró elegir y ordenar una simbología nacionalista al servicio de sus intereses de dominio, mediante la oficialización de los días de fiestas patrióticas, de protocolos y del cultos a sus figuras más destacadas. Los discursos no podían estar ausentes en la ocasión. El primer orador en la tribuna cívica fue el secretario de Relaciones Exteriores y ex gerente del Banco Minero, Enrique Creel, quien hizo un “brillante panegírico” a los héroes del pasado y sus gestas. Dijo vívidamente, y con la cadencia de un rosario laico, que la patria mexicana: «… alza hoy en este recinto un templo; en ese templo, altares, y vertiendo en ellas flores y quemando ante ellos perfumes, glorifica y enaltece a sus redentores y entona en su honor himnos triunfales. El hombre será indigno de su grandeza y la humanidad no merecedora de los inmensos bienes de que disfruta, si no se mostraran gratos a todo cuanto los colma de bendiciones, lo mismo al astro que alumbra su cielo, que a la flor que perfuma sus campos, y lo mismo al fruto que los nutre, que al techo que los cobija y á la mano providente que los protege.
Como tenía que ser, Creel enfatizó en la idea de reverenciar a los héroes nacionales, a quienes había que “… rendir culto y…tributar; ante sus imágenes revividas en la memoria del pueblo mexicano y palpitantes en su corazón, como ante sagrados íconos, doblamos la rodilla; y puestas en lo alto de nuestras aspiraciones y elevadas como hostias nuestras almas, entonamos el hosanna triunfal glorificador de nuestros héroes y de nuestros mártires”. Más adelante exaltó a ultranza la figura de don Porfirio y su «monarquía con ropajes republicanos», transformando así un día de rememoración en uno de propaganda para el proyecto liberal oficial. Lo que sigue es un buen ejemplo: «Gracias a él [Porfirio Díaz] y a la trascendencia de su obra, reinan la paz y la prosperidad; la Nación Mexicana disfruta de alto crédito y es objeto de las atenciones y agasajos de todos los pueblos civilizados; gracias á él, hemos podido solemnizar nuestro Centenario y esta magna apoteosis con incomparable magnificencia, entre el aplauso y las cordiales manifestaciones de simpatía de todas las Naciones del orbe y en medio de las aclamaciones de un pueblo próspero, culto y feliz…»
La inclusión oficial de la Iglesia Católica en las fiestas del Centenario patrio se reconocía en la presencia del culto y heterodoxo sacerdote e historiador Agustín Rivera, quien hizo la oración cívica en la que ensalzó y glorificó “a los padres de [la] libertad con la magia y soberanía de su palabra”. Frente a la urna con los restos de los insurgentes, el Presbítero Rivera dijo a la enorme concurrencia que: «Hidalgo… iluminó las almas de aquellos parias, les hizo ver los grandes males del gobierno colonial y los grandes bienes que resultarían de la Independencia, y ellos lo comprendieron, porque eran ignorantes, pero no eran tontos, y corrieron luego á armarse, unos con machetes, otros con lanzas, con cosas, con flechas y con hondas. Esto pasó al amanecer del 16 de septiembre.»
Ulteriormente, el Secretario de Instrucción Pública, Justo Sierra, leyó un largo y hermoso poema épico. La interpretación de Sierra sintetizó —con el retórico entusiasmo verbal que lo caracterizaba— lo que significaba el monumento de corta vida y toda la apoteosis a aquellos hombres que la patria y los mexicanos debían reconocer. Asimismo, rendía tributo a España y a la Iglesia, y reconocía a los insurgentes de 1810 como vástagos de ambas. La apoteosis de México era una comunión, una «santa causa». Como acontecimiento culminante del rito supremo conmemorativo, el presidente Porfirio Díaz, guardado por una disciplinada escolta de la Plana Mayor del Ejército, subió al primer escalón del monumento —convertido real y simbólicamente en altar de la patria—, donde depositó una corona de laurel (símbolo de la victoria) sobre la lápida en que estaba inscrita la palabra PATRIA. De este acto, la pluma del cronista oficial y testigo excepcional, el abogado, escritor e historiador Genaro García, refiere que: «… en aquel momento, el salón [del Palacio Nacional] tenía verdaderamente el aspecto de un templo cívico en el que el jefe de Estado celebraba el rito de la gratitud popular».
Terminados los homenajes de oratoria, el anciano caudillo manifestó con vibrante emoción lo siguiente: En este acto, al que han acudido los Representantes de las Naciones Extranjeras, que nos traen el saludo de los pueblos amigos, en nombre de la Patria vengo á ofrecer á Hidalgo y sus dignos colaboradores esta corona, que simboliza la gratitud de un pueblo hacia sus héroes». Una aclamación estruendosa de la muchedumbre “ratificó el homenaje que la Nación rendía, encarnada en el más conspicuo de sus representantes”. Se trató así de un claro ejemplo de invención y resemantización de tradiciones, ya que estas suponen la elaboración de ritos y símbolos —de verdaderas narraciones— que contribuyen a la explicación de la realidad y juegan un papel determinante en el comportamiento de los actores sociales en el denominado «teatro estatal del nacionalismo».
El monumento de arquitectura efímera y los actos relativos a la apoteosis de los Héroes de la Independencia no fue un hecho aislado, sino el final de una larga serie de eventos conexos con las conmemoraciones septembrinas, en las que el régimen de Porfirio Díaz hizo un buen intento de promover una religión cívica, que incluyó la producción masiva de material ceremonial (fiestas, mitos, ritos y rituales) y de imponentes monumentos y grupos escultóricos: desde la Columna de la Independencia (1902 – 1911) coronada por un ángel colosal en bronce dorado de 6,70 metros de altura, el «Ángel de la Independencia» (una representación alada de la Victoria que sujeta con la mano derecha una corona de laurel y con la izquierda una cadena rota); hasta el Hemiciclo, de severo estilo griego, al Benemérito de la Patria Benito Juárez, en el parque de La Alameda, en el cual un Juárez sedente está acompañado de las alegorías femeninas de la Patria y la Justicia. Al erigirse estos emblemáticos monumentos en la Ciudad de México, el régimen coronaba, con éxito, la ideología del progreso y de la modernidad y apostaba por su legitimación y por la conciliación nacional, sin saber en ese entonces, que cerraba con broche de oro el extenso mandato de Díaz.
A diferencia de tales monumentos de componentes imperecederos, el monumento a los “mártires redentores” —que consumaron el movimiento independentista— fue desmantelado luego del ceremonial cívico, dado su carácter temporal. Y, tras la parafernalia conmemorativa, los despojos mortales de los máximos héroes nacionales, los caudillos de la Independencia de septiembre de 1810, se guardaron por largos años más en el templo de mayor jerarquía de la nación, hasta que el día 16 de septiembre de 1925 encontraron —un último y honroso asilo— en una cripta construida en el interior de la Columna de la Independencia en el Paseo de la Reforma, convirtiéndose ésta en un monumento de carácter cívico y funerario.
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