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Durante siglos el imaginario capitalista, tan liberal como cristiano, ha provocado continua presencia en nuestra conciencia de una imagen pervertida de lo que sería el verdadero valor del ser humano como sujeto; extrayéndolo de una comunidad identitaria se ha visto nuestra conciencia acostumbrada a tratar de modo irreflexivo a la identidad del sujeto como individualidad.
Al Dr. Eduardo Saxe
Durante siglos el imaginario capitalista, tan liberal como cristiano, ha provocado continua presencia en nuestra conciencia de una imagen pervertida de lo que sería el verdadero valor del ser humano como sujeto; extrayéndolo de una comunidad identitaria se ha visto nuestra conciencia acostumbrada a tratar de modo irreflexivo a la identidad del sujeto como individualidad.
La identidad alternativiza el miedo a la burda existencia, miedo que se origina en el vacío de una existencia que carece de vida, o sea de satisfacción permanente. Lo extraordinario es que la posibilidad de crearnos una vida sólo es posible en el contacto con los otros, la comunidad es el ámbito de realización del sujeto y con ello de comprensión de la identidad.
La identidad vale como medio para ser algo ante otros, ese ser algo nos saca del anonimato transformándonos en alguien que establece condiciones de contacto; la identidad se configura para entrar en una comunidad como un sujeto y se entra en ella para evitar la soledad que tarde o temprano nos aterroriza.
Frente a ello, la individualidad es una singularidad pervertida, su significado carece de referencia a la permanente situación de relación con otros dentro de la que existimos, así pues no es comprensible como una identidad efectiva, pues la identidad efectiva sólo comprensible como relacional o comunitaria.
Sin embargo, en el marco de crisis integral del capitalismo, no es ya más en la simple comunidad estructurada o sea poseedora de un régimen de sentidos definido, sino en la colectividad donde la vida readquiere sentido y el sujeto recrea su identidad. Una colectividad es una comunidad que crea sentidos, es por ello una “comunidad” diferenciada o sea cogestora de identidades. Esto significa que dentro de una comunidad no estructurada o recientemente visibilizada, ya sea de género, clase o, preferencia sexual, se configura un nuevo régimen superestructural identitario que es asumido de un modo sintético por la inteligencia de un sujeto que adquiere su significado como singularidad en relación con los otros dentro de esa colectividad. Así, la identidad es el fruto de la inteligencia de aquellos que son capaces de crearse una vida; no surge de la excentricidad, sino de la capacidad de sintetizar alternativas de sentido posible en un modo consolidado de ser, reconocible como tal, dentro de la colectividad significadora a la que se pertenece.
Esta identidad está constituida por sentidos de ser específicos que en su conjunto, coherente o no, configuran una región superestructural donde la diversidad se reconoce como realidad humana comprensible.
Entonces, la identidad que se estructura dentro de la colectividad es comprensible dentro de ella de un modo coherente con las posibilidades de sentido que ofrece realizar en la cotidianidad de las relaciones íntimas y filiales que contraemos los sujetos. Por ello es que esa identidad comprensible dentro de una colectividad resulta incomprensible para otra, o bien para los sujetos de una comunidad estructurada desde el régimen tradicional de significados o sentidos de ser.
En el más risible de los casos, es de esperar que sea incomprensible para otra colectividad estructurante que es igualmente incomprendida, a final esto es lo que de modo sencillo observamos en la mordaz ironía a la que someten jóvenes de una comunidad específica a los de otra, bien de los “hombres” de la comunidad heterosexual a los de la colectividad gay.
En realidad en el amanecer de una nueva época, la del humanismo absoluto de la historia, la utopía es más posible que la realidad histórica constituida.
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