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El problema de la comunicación entre pueblos de distintas lenguas es de larga, larguísima data. Afectaba –y sigue afectando- no sólo a pueblos en lejanía geográfica, sino a vecinos inmediatos.
Y, sin embargo, siempre hubo alguna solución a mano; porque la necesidad de entenderse siempre ha sido apremiante por cualesquiera razones, entre ellas la del conquistador que necesita asegurarse la sumisión completa del vencido.
En Occidente, el latín, llevado por las armas en gran parte del mundo conocido, perduró indiscutido como lengua internacional hasta comienzos del Renacimiento, cuando las lenguas nacionales comienzan a afianzarse en sus propios territorios. Al decaer el latín, a la vez que se inicia la competencia entre las lenguas nacionales por ocupar el puesto dejado por aquel, toman impulso los intentos por establecer los requisitos que debería tener una lengua para ser realmente internacional. En este empeño encontramos a personajes famosos como Comenio, Descartes y Leibniz. Es obvio que ninguna lengua nacional funcionaría, ya que, para Descartes, dicha lengua debería tener una gramática tan sencilla como para poder poseerla en seis meses, con una conjugación regular y con palabras formadas por la adición de prefijos y sufijos a las raíces. Se trataba así de entrar en el campo de las lenguas planeadas, pues ninguna lengua nacional (“natural”) podía cumplir con esos y otros requisitos. Ni podría entonces ni puede ahora.Aún así, la batalla por imponer una lengua nacional como lengua internacional continúa. Después de que el latín cedió su puesto al francés ya desde el siglo XVII, esta lengua fue de uso internacional hasta comienzos del siglo XX, cuando el inglés comenzó a disputarle dicho puesto. De camino quedaron el alemán y el ruso, si bien la competencia actual para el inglés está en el mandarín, supuesto futuro idioma internacional para toda la humanidad. Parece claro que los celos entre las naciones competidoras harán imposible alguna vez la adopción generalizada y obligatoria de cualquier lengua nacional. Pues es una solución irracional y debida únicamente a circunstancias extralingüísticas, completamente fortuitas, como son el poderío militar, económico, político y cultural del momento. Tomemos el caso del inglés, lengua que cultivo y de cuya literatura me declaro fiel lector. Suponiendo –exageradamente- que sus hablantes nativos y no nativos ronden los 600 millones, ¿qué sentido tiene que este 10% obligue al restante 90% de la población mundial a aprender su lengua? ¡Ni aún siendo el 51%! Pues mientras la mayoría de los gobiernos y los humanos gastamos tiempo, dinero y esfuerzo en aprender su lengua (sin éxito, muchas veces), ellos se dedican al estudio de las distintas artes, técnicas y ciencias, con lo que aseguran su hegemonía planetaria. Por otra parte, el inglés con su pronunciación imposible (hay que tener un diccionario para la pronunciación figurada), su conjugación caprichosa, sus miles de modismos, etc., más su carga ideológica indigerible para buena parte de la población mundial, no califica. Y lo dicho es aplicable, en buena parte, para cualquier otra lengua nacional.La solución, paradójicamente, existe desde hace tiempos. En 1887, un judío nacido en Polonia presentó un proyecto de lengua internacional que, con el tiempo y su uso, acabaría por convertirse en la lengua conocida como Esperanto. Su gramática contiene solo 16 reglas sin excepción: se habla como se escribe y viceversa; todas las palabras son graves y se crean combinando raíces con afijos; todos los verbos, regulares; sustantivo, adjetivos, etc., tienen una terminación característica Es una lengua probada para la comunicación literaria y científica, así como para la vida diaria. Su única desventaja: no tiene el apoyo de ninguna de las grandes potencias que quieren imponer su propia lengua; ni de las elites que en cada país no anglosajón tienen los medios y el tiempo para aprenderla. Su mayor ventaja: la llamada “idea interna”, pues es más que una lengua al sostener que la comunicación internacional puede establecerse sobre una base neutral, amistosa, fraternal, sin ventajas para unos y desventajas para otros, junto con el mensaje de paz y comprensión entre pueblos separados por sus lenguas.Su iniciador se llamaba Lázaro Luis Zamenhof (1859-1917), un benefactor de la humanidad que aún no recibe los honores merecidos por sus altos ideales.
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