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La Corona Española ordenaba la realización de fiestas en sus vastos territorios ultramarinos con el fin de solemnizar grandes acontecimientos, tales como las juras de nuevos monarcas, el nacimiento de los herederos al trono, los cumpleaños y las bodas reales, el recibimiento de nuevos gobernadores, así como las visitas de obispos y arzobispos.
Los habitantes de la ciudad de Cartago y sus inmediaciones dejaban de lado las actividades diarias, el trabajo mecánico y servil y se imbuían en la celebración y en el desahogue del cuerpo y de las pasiones. Estas celebraciones eran transgresiones al orden social, rompían las barreras de las desigualdades imperantes y hacían perecer a todos los segmentos como iguales, por un breve lapso, lo suficientemente efímero como para asegurar la continuidad del orden social.Las fiestas o celebraciones civiles, militares y eclesiásticas que tenían lugar en la Plaza Mayor y sus alrededores, permitían a la población de Cartago salirse de su rutina, confundirse e identificarse en un tiempo festivo extraordinario. De tal suerte, los indígenas podían rememorar su pasado prehispánico danzando cadenciosamente y bebiendo chicha, y los negros, volver a sus costumbres africanas, contorsionando sus cuerpos al son de los timbales, quijongos, clarines, chirimías y demás acompañamiento musical. El ciclo festivo comenzaba con el año y seguía con él. Los encargados de la celebración variaban dependiendo de la fiesta, lo que permitía a cada capa social celebrar a su manera. Las élites y los vecinos beneméritos de Cartago aprovechaban para exhibir su blancura, su prestancia, sus mejores ropas confeccionadas con las telas más finas de la época (sedas, damascos y terciopelos), accesorios y joyas, y al tenor reafirmar su estatus y poder; mientras los productores directos, artesanos y sirvientes aprovechaban el jolgorio para dedicarse al juego, al baile, a la risa, a la distensión de la vida cotidiana y de las adversidades de la vida. De manera tal que las celebraciones coloniales fueron, sin duda, momentos oportunos para la catarsis de la sociedad.Todos disfrutaban del estado de fiesta, aunque la élite colonial y los “establecidos” tenían beneficios agregados al poder catártico de estas; por ejemplo, los alféreces elegidos por el Cabildo de Cartago entre los vecinos más prestantes, encargados de proveer cera, sebo, faroles, manteles, licores, refrescos, golosinas, pólvora y otros atavíos necesarios para la celebración, se revestían de prestigio y de la admiración de los vecinos, que a partir de entonces empezaban a guardarles lugares prominentes en la Iglesia. Igualmente, el Cabildo ganaba fama que acentuaba y tranquilizaba el ejercicio del poder, mediante dar al pueblo su tan necesitada política de «pan y circo». Así, todos se beneficiaban distintamente de las festividades y las disfrutaban mientras duraban estas y su efecto, aunque ello no impidió que fueran también objeto de prohibiciones y vigilancia por parte de eclesiásticos y jefes civiles, encargados de mantener el orden social, que alcanzaba en aquellos momentos a desdibujarse y a transgredirse.
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