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Con la humildad del buen maestro, don Javier Llobet (Abolicionismo, garantismo y populismo punitivo. LN 12-01-10, pág. 15) explica la diferencia entre abolicionismo y garantismo, términos que se suelen presentar como sinónimos para deslegitimar a quien se oponga al desmantelamiento del Estado Social de Derecho y a que, en su lugar, se instaure un Estado de Policía, autoritario y omnímodo.
Con todo y lo útil que resulta el ejercicio que hace el profesor Llobet para quienes, recibiendo el bombardeo mediático, desconocen los entretelones de lo jurídico-penal, me parece que en el fondo no se trata de un asunto de ignorancia sino, lo que es peor, de mala fe, pues en no pocas ocasiones quienes hacen aquella asimilación, son graduados de Facultades de Derecho, que algún conocimiento han de tener sobre el tema. Más bien, la abismal diferencia que hay entre eliminar el sistema penal o defender los derechos humanos (de víctimas e imputados) se pasa por alto asumiendo, burda y deliberadamente, poses populistas que, en nuestra América Latina, corren, briosas y desbocadas, por los pasillos de tribunales y parlamentos. Con ellas se pretende combatir la inseguridad aumentando las penas al límite del absurdo, es decir, más allá de la expectativa de vida del ser humano; juzgando a menores de edad como adultos a contrapelo de los compromisos adquiridos por los estados al suscribir, por ejemplo, la Convención sobre Derechos del Niño (sic) o, en fin, suprimiendo garantías constitucionales a golpe de decretos de emergencia o estados de excepción. Otra de las manifestaciones de ese populismo punitivo es la devaluación que se ha hecho del principio de legalidad, tanto en lo procesal (no son pocas las ocasiones en que órganos administrativos inventan procedimientos contra el texto mismo de la ley) como en lo sustancial, campo en que la construcción del tipo penal, es decir, de la conducta reprimida penalmente por el Estado, se hace a partir de criterios tan laxos (tipos penales en blanco, abiertos, etc.) que bien puede ser la sustancia de que se valga un ejercicio dictatorial de la autoridad para encarcelar a todo un país, si se lo propusiera. Baste analizar una de las más recientes leyes emitidas por el Congreso para demostrarlo. La denominada «Ley contra los matrimonios simulados» Nº 8781 (La Gaceta Nº 223, 17-11-09) introduce un artículo 12 bis al Código de Familia en que señala: «Será matrimonio simulado la unión marital que, cumpliendo con las formalidades de ley, no tenga por objeto cumplir los fines esenciales previstos en este Código” (el destacado es suplido). Paralelamente se agrega un artículo 181 bis al Código Penal que refiere: «Serán sancionadas con prisión de dos a cinco años, las personas que den su consentimiento para casarse, a sabiendas de que el matrimonio no tiene como propósito el cumplimiento de los fines previstos en el Código de Familia, o cuando alguno de los contrayentes otorgue al otro, por sí o por interpósita persona, un beneficio patrimonial con el fin de que brinde su consentimiento para casarse. Igual pena se impondrá a los testigos y notarios públicos que participen dolosamente, en su condición de tales, en la celebración de matrimonios simulados.//Cuando el matrimonio se celebre para obtener beneficios migratorios (…) la pena de prisión para ambos contrayentes, notarios públicos y testigos, que participen dolosamente en la celebración (…) será de tres a seis años” (el destacado es suplido). ¿Cuáles son los fines del matrimonio que define nuestro Código de Familia y cuyo incumplimiento se castiga con prisión? Según el art. 11 se trata de la comunidad de vida (cohabitación), la cooperación y el mutuo auxilio y de ahí surgen, como deberes esenciales de los contrayentes, la vida bajo un mismo techo, el respeto y la fidelidad (artículos 15 inc. 4, 20, 34, 40 inc. 1 y 48 inc. 1 ibídem). Del mismo modo que una legislación, sobrepasando el principio de autonomía de la voluntad, no puede imponer la procreación como fin del matrimonio (como lo hacía el art. 50 del Código Civil de 1888), tampoco puede estimar consustancial a los modernos vínculos conyugales la vida bajo un mismo techo, pues razones de trabajo o simplemente la decisión conjunta, pueden generar otras posibilidades de relación, sin que con ello se afecte, de modo alguno, ningún bien social digno de tutela. De allí que el tema de dónde o cómo vivirá la pareja debería estar fuera del ámbito de regulación jurídica (artículo 28 de la Constitución Política), como fuera del derecho penal había estado y debe estar toda esa temática. Pero con esa ley las cosas podrían cambiar. En una sociedad en donde el trabajo doméstico sigue formando parte de las funciones exclusivas o predominantes de las mujeres, la no colaboración del hombre en esas tareas sería una falta al deber de socorro mutuo y de cooperación que se sancionaría con cárcel, sitio en el que también pasarían la luna de miel, en compañía de testigos y notarios, los contrayentes que pretendan vivir en casas separadas. ¡Y ni qué decir del tema de la infidelidad! Si se tiene en cuenta que en C.R. las cifras de divorcio por adulterio son importantes, es previsible que buena parte de la población –aún quienes se sientan inmunes a ser delincuentes- termine encerrada por este motivo. También sería delito la práctica cultural de otorgar una “dote” o hasta entregar un anillo de compromiso, pues se conceden beneficios patrimoniales para brindar el “sí nupcial”. Aunque anhelemos una mejor distribución de las labores sociales y domésticas entre hombres y mujeres o estimemos incorrecta la infidelidad, no podemos menos que considerar un abuso de la potestad de legislar el que tales conductas pasen a formar parte del acervo penal, máxime cuando el objetivo de la ley de desincentivar el matrimonio mediante poder para fines migratorios, se regula en otro aparte de ese artículo. La confusión entre moral y derecho siempre ha estado en la base de los regímenes autoritarios y aquí se pone de manifiesto. Similares abusos se dan en otras categorías de delitos. ¿Quién defenderá a los habitantes del país de los desmanes parlamentarios? En la Costa Rica actual, en donde una quinta parte de su población vive en condiciones de pobreza y la desigualdad social aumenta (Encuesta INEC 2009), es claro que la gran cárcel en que se está convirtiendo el país no surge sólo porque conductas socialmente inocuas, como las indicadas, sean penalizadas sino, además, porque aquella escandalosa brecha genera nuevas formas de violencia y exclusión social que se intentan combatir únicamente a través de la represión, olvidando que se “…requiere un enfoque que aborde la delincuencia como conflicto social y la enfrente con políticas públicas integrales, dado su carácter multidimensional” (Estado de la Nación, 2008, p. 277). La crisis por inseguridad es una crisis política y tiene relación con la forma deficitaria con que, en el ámbito socio-económico, se ha ejercido el poder en las últimas décadas y con la manera demagógica e irresponsable con que, hoy, se pretende solucionar el problema, usando el derecho penal para todo, hasta para ocultar, una vez más, que muy frecuentemente la mano invisible del mercado va acompañada por el puño de hierro del Estado (Locquant).
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