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¿Qué es la verdad? Hoy goza de plena vigencia esta pregunta que hiciera hace más de dos mil años en la provincia de Judea, un Prefecto del Imperio romano de nombre Pilato. (Juan 18:38) La verdad es excluyente y quien la enuncia con honestidad no puede escoger alternativas que la contraríen.
Prueba de ello es que -a pesar de que era depositario de una innegable verdad- Churchill fue acusado de intolerante cuando confrontó a Chamberlain y denunció las siniestras intenciones alemanas escondidas detrás de las falaces apariencias pacificadoras. Porque quien proclama una verdad sin transigir ante alternativas aparentes, se expone a que el dedo acusador de quien decida confrontarlo lo coloque injustamente en el mismo sitial donde habitan los intolerantes. Pese a ello, cuando se es testigo de una verdad contundente, ésta debe enunciarse serenamente, pues por sí sola la verdad es tan majestuosa, que merece censura cualquiera que arbitrariamente pretenda imponerla. Pues bien, pese a que la búsqueda de la verdad implica un desafío, el propósito fundamental del hombre en su existencia es descubrir la dimensión trascendente de ella. Pero éste es un camino personalísimo y el que pretenda delegarlo nunca logrará alcanzar el objetivo. De ahí que todo ser humano que, por cualquier circunstancia de la vida, se vea obligado a transitar por algún período de recogimiento y reflexión, se verá en ese momento confrontado ante esa gran pregunta existencial a la que se debió enfrentar Pilato: ¿qué es la verdad? En su obra El hombre en busca de sentido, Victor Frankl narra una interesante paradoja de la que fue testigo cuando estaba en los campos de exterminio nazi. Las personas que se aferraban al camino de la interioridad espiritual, lograban resistir mejor aquel tormento, de como lo hacían quienes poseían una constitución física mucho más fuerte pero que, –además de la desnudez material-, debían sobrellevar su existencia también desnudos del abrigo de la fe. Sí, Navidad es tiempo de esperanza –no por la socialización que ella conlleva-, sino por conmemorar la verdad trascendente. Aquella que -aunque la razón intuye- no se alcanza a través de métodos, filosofías, ciencia, experimentos ni ritos. Es así, porque la búsqueda de la verdad no es aposento sino sendero. Quien camina en pos de ella siempre será extranjero o peregrino, y el único combustible que lo podrá impulsar únicamente le será depositado en el corazón. Por ello, la verdad trascendente -como vivencia-, es solo accesible para quien humildemente se asombra ante su inescrutable misterio, pero resulta vedada para quien aspira a ser docto en su propio entendimiento. La verdad trascendente contempla, impasible y magnánima, el implacable paso de los siglos y ni aún las verdades culturales -relativas según el tiempo y lugar, pasajeras y finitas- han logrado eclipsar su solemne majestuosidad. Quien por la fe ha gozado algún vislumbre de sus beneficios, tiene un compromiso ineludible: proclamarla gozoso. Por ello -ante la vorágine que la modernidad arrastra-, que alguien nos advierta su profundo sentido y nos pregunte: ¿dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarle… [email protected]
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