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Durante los años 1981-1988, tuve la oportunidad de ejercer como Secretario Asociado de la Oficina para América Latina del Concilio Nacional de las Iglesias de Cristo en Estados Unidos.
Me tocó viajar con frecuencia a Haití donde se realizaba una serie de programas de asistencia y desarrollo dirigidos a mejorar las condiciones de las comunidades donde se implementaban, en un país caracterizado por la extrema pobreza. Por la situación de hambruna que prevalecía, muchos de los programas giraban alrededor de la distribución de alimentos donados por el Gobierno de Estados Unidos, Canadá y otros. Lamentablemente, dichos esfuerzos estaban dirigidos principalmente a aliviar o mitigar los efectos de la pobreza, en vez de erradicar las causas de esa pobreza que históricamente y hasta el presente han mantenido a Haití como uno de los países más pobres del mundo y el más pobre de nuestro continente. Cuando el dictador “Papa Doc Duvalier” fue derrocado, casi todos los almacenes o bodegas de las distintas instituciones de ayuda, vinculadas muchas de estas a sectores cristianos, incluyendo las del Servicio Mundial de Iglesias, cuya instancia yo representaba, fueron saqueadas y destruidas con expresiones de ira por aquellos que vinieron a entender esa ayuda de alimentos como un “pacificador”, que permitía la permanencia del statu quo y la continuación de regímenes dictatoriales y corruptos. A pesar de que miles de organizaciones no gubernamentales han trabajado en Haití por décadas, por razones estructurales y ecológicas, el país ha continuado sumido en pobreza extrema. Considero que el terremoto tan destructivo que ha sufrido Haití, no es solo una tragedia sin precedentes en nuestra región, sino que nos expone a todos y a toda la comunidad internacional el carácter explosivo e inmoral de la pobreza extrema que sufre Haití y otras naciones en nuestro planeta. Es un llamado a la conciencia de todos los seres humanos de que la desigualdad y la pobreza son males que producen males mayores y que no es con paliativos que debemos enfrentar esos males, sino con medidas que erradiquen las causas de esos males, en un mundo donde hay extrema acumulación de riqueza por sectores minoritarios, mientras inmensas poblaciones viven en extrema condiciones de pobreza.Terremotos como el sufrido por Haití causa daños físicos y humanos desproporcionados porque esta situación de extrema pobreza que viven poblaciones como la de Puerto Príncipe conducen al hacinamiento, a la construcción de viviendas totalmente vulnerables, y a condiciones de vida infrahumanas. Para ilustrar esta situación podemos señalar a Japón que ha sufrido muchos terremotos de gran magnitud, pero nunca ha enfrentado una tragedia como la de Haití. Nos debemos preguntar, ¿por qué? Me parece que la contestación es obvia. Japón es una nación altamente desarrollada, con construcciones antisísmicas, y condiciones de vida de alta calidad. El hecho de que una nación tenga condiciones de desarrollo óptimo e indicadores de calidad de vida, no garantiza que no sea víctima de un desastres naturales como los que hemos vivido recientemente en varias naciones. Pero sí mitiga los efectos de esos de esos desastres naturales; el número de heridos y de muertos, además de que garantizan una respuesta inmediata y adecuada por contar con los recursos, la infraestructura y medios económicos para hacerle frente a tales emergencias. La tragedia de Haití sacude a la conciencia de la comunidad internacional y la respuesta de ayuda es contundente. Y así debe ser. Pero no nos conformemos con obras de caridad, tan urgentes y necesarias como estas son. La tragedia de Haití nos brinda una oportunidad para darle respuesta permanente y eficaz para erradicar una pobreza que de continuar en el futuro, perpetuará una situación de lo que se podría caracterizar como “de muerte anunciada”.
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