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La prensa nacional ha sido escenario de un intenso debate respecto del futuro del proceso penal en Costa Rica y su relación con la alarmante escalada de violencia criminal.
Incluso la polémica se ha visto atizada por abogados que, desde los medios de comunicación, han invadido la actividad propiamente periodística para usufructuar del justificado malestar ciudadano contra la delincuencia y sacar ventaja en relación con casos concretos que ellos mismos patrocinan en sedes judiciales.
Es un indebido protagonismo contra el sistema, cuando se hace para azuzar presión indebida sobre expedientes que allí se ventilan. Por cierto, conducta prohibida por nuestro Colegio profesional. Esa patología de la conducta gremial devalúa la discusión, pues estigmatiza a los defensores del debido proceso penal, como si fuesen una suerte de alcahuetes indiferentes ante la criminalidad. Lo cual no es cierto respecto de los distinguidos juristas que han participado en este tipo de discusiones con la sincera intención de defender la verdad académica. Por ello es importante enfocar el debate bajo la luz que ofrece la Constitución, pues solo de esta forma lo centraremos en su adecuada perspectiva. Durante la República de Weimar alemana, -período anterior a la segunda guerra mundial-, un viejo aforismo resumía la concepción que entonces se tenía respecto del constitucionalismo: “los derechos fundamentales del hombre, son hijos de la ley, y solo existen en el marco de ella.” Sin embargo, el horroroso drama sufrido por la humanidad en el siglo XX, provocado por regímenes que impusieron normas legales y constitucionales brutalmente vejatorias de la dignidad humana, generó un drástico viraje en aquella limitada convicción. Y a partir de la segunda mitad de ese siglo, nuestro hemisferio entendió que los derechos fundamentales de los ciudadanos no son una graciosa concesión de la autoridad o de la ley, sino una inobjetable derivación de la dignidad del ser humano. Al margen, vale recordar que en la consolidación de esa noción, fueron fundamentales los milenios de revelación judeocristiana proclamando que el hombre era inherentemente digno por su condición de criatura surgida a imagen y semejanza de un Ser ético. Tanto aquel drama histórico, como dicha tradición espiritual de la humanidad, fue lo que confluyó para revolucionar la conciencia constitucional occidental, y consolidar así el Sistema internacional de derechos humanos. Por ello, el hecho de que los derechos fundamentales sean un basamento inapelable de nuestro sistema constitucional, debe ser casi una verdad de perogrullo para todo abogado, y resulta curioso que el activismo de quienes se presentan ante los medios en su condición de profesionales del derecho, minen esas conquistas ante nuestra opinión pública. Los principios constitucionales que informan nuestro procedimiento penal no son un licencioso capricho de alguna teoría o corriente de la doctrina penal, como pretenden hacer creer algunos intervinientes del debate, sino que son presupuestos de un sistema normativo superior al que debemos someternos, si pretendemos ser parte de la comunidad de naciones libres. Ejemplo de estos principios, harto reconocidos tanto por la jurisprudencia constitucional occidental como la interamericana de derechos humanos son, -por citar ejemplos-, el de doble instancia, inocencia, audiencia, intimación, contradictorio, prueba, irretroactividad, causalidad, razonabilidad y proporcionalidad. Y estos principios, discutibles solo para sociedades atávicas como las islámicas, nada tienen que ver con corrientes doctrinarias de la teoría penal, como lo es, por ejemplo, el polémico abolicionismo. Lo que sí atenta contra el debido proceso penal es la falta de sentido común de ciertos jueces penales, -o la abierta corrupción que los medios han denunciado en algunos de ellos-, cuya conducta o insensatez agrede la sana aplicación del derecho al caso concreto, generando situaciones de impunidad e injusticia alarmantes. Mucho del justificado malestar ciudadano contra la administración de justicia, no tiene relación con el procedimiento penal establecido, -el cual es solo una herramienta-, ni con la adecuada aplicación de sus garantías, sino en aspectos perniciosos como ese, que deben atenderse para resolver el problema. Faltas recurrentes -maliciosas o no-, de algunos jueces penales, han obviado la adecuada aplicación de la ley, provocando la impunidad de delincuentes reincidentes o ejecutores de crímenes socialmente escandalosos y violentos. Aún tengo en la retina la libertad sin prisión preventiva que alguna juez otorgó para injusto beneficio de un sujeto que -a machetazo limpio-, había desfigurado a su moribunda conviviente. ¿Tiene una simpleza de esa ralea, algo que ver con las garantías constitucionales del derecho penal? ¿O las irregulares excarcelaciones de narcotraficantes dadas por ciertos jueces, son culpa de las garantías que contempla nuestro sistema constitucional? No. Es un problema de valores y de idoneidad. Aún más, creo con seguridad que en la esencia del problema está la brutal decadencia de los valores espirituales de nuestra sociedad, hecho del que estamos siendo testigos la actual generación de costarricenses. El exponencial aumento de la actividad delictiva es solo un reflejo de ello. De ese preocupante panorama, no culpemos a nuestro proceso penal, sino a la ingravidez moral propia de la codiciosa cultura que hemos abrazado, el “ideal” Voltaireano de la sociedad sin Dios.
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