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Con la llegada del libre comercio los llamados “Padres de la Patria” se lanzaron ávidos al fango del derroche y la corrupción, la clase política pasó a denominarse “clase política-empresarial”, se construyó el Estado donde los empresarios cogobiernan.
El derrumbe del Estado Benefactor provocó la desaparición del estatus de seguridad ciudadana que este propiciaba y Costa Rica se convirtió en un pueblo huérfano, carente de figuras de autoridad a las cuales los habitantes recurrieran como el niño al regazo de mamá. Así se abrió el espacio para irrumpir con el autoritarismo.
Óscar Arias no dudaría en advertir esta oportunidad, su campaña, la que lo llevó a la segunda magistratura, se basó entre otras cosas, en una voz de autoridad que prometía dotar de capitán a un barco que parecía no tenerlo. Y efectivamente gobernó con mano firme, aunque fuera en detrimento de la población, pero mano firme sin duda.
No se doblegó ni aún ante la amenaza de un movimiento popular robusto en la coyuntura de la resistencia ejercida contra el Tratado de Libre Comercio. Sus comentarios y aseveraciones siempre han sido contundentes, igual que sus acciones. Lo que se propone lo hace. Lo ha demostrado la conflagración y solidez del G38 conformado en la Asamblea Legislativa. Su consigna: lo que ha de hacerse se impone por la vía de la fuerza o la negociación, mas no se dialoga. Como partido Liberación Nacional no existe, en cambio los hermanos Arias resuenan en la conciencia ciudadana con el mismo sonido estridente y pertinaz con que describe García Márquez la imagen del dictador en su novela El Otoño del Patriarca.
La figura de los Arias se ha vuelto omnipresente, en cada cosa y en cada caso aparecen entorpeciendo, intimidando, distorsionando, alojándose en la conciencia del modo que sucede con las fijaciones obsesivas cuya afectación es tan frustrante como persistente. “Costa Rica siempre ha sido y será liberacionista”, sentenció Arias en una conferencia de prensa surgida a raíz del caso de Honduras. Al abrigo del talante de dicha aseveración dirigió la campaña política y colocó en el poder a su acólita Laura Chinchilla. “Firme y honesta” dice ser la presidenta electa y yo lo creo. Su honestidad está asociada a su firmeza, entiéndase por esta, autoritarismo.
Si hubiese que buscar ejes transversales que marcaron la pauta en la voluntad de voto de estas elecciones del 2010 uno sería la voz de autoridad. Igual que los Arias, Otto Guevara fue calculador y certero ofreciendo curar heridas que esperaban por alivio, como RTV y la delincuencia. Su discurso contra los Arias es justo lo que logra legitimar su campaña, teniendo en cuenta que se comunicó con expresiones semejantes. Como hipótesis ventilo la idea de que la severidad mostrada por Guevara contra los hermanos Arias y en función de lo que hay que hacer en el país lo condujo a su exitoso resultado. Haciendo la salvedad, eso sí, de que en su arenga contra los Arias, caso que fuera genuina, comparten posiciones e incluso preludiaban componendas.
Con respecto al PAC, este partido había echado las cartas desde la primera candidatura de Ottón Solís. Sus propuestas siempre fueron tímidas, no alcanzaban para convocar la voluntad de transgredir. Su candidato literalmente se puso su sombrero de caudillo conciliador y recatado, bajo ese estandarte se disponía a compartir la legislatura con una militante del Sí en la lucha contra el TLC. Lejos estaba de comprender lo que significa un trauma psicosocial. Por eso y otras cosas el PAC como destinatario del poder había vendido su futuro.
Como abanderado de la disidencia el Frente Amplio no logró posicionarse. Su autoridad nunca se visibilizó. Su discurso de justicia, transparencia, honestidad y equidad iba acompañado de una debilidad estructural que se materializaba en una ausencia absoluta de cuestionamiento al Estado de Derecho actual, a la institucionalidad vigente e incluso sugiriendo que la vía electoral sigue siendo el mecanismo adecuado en virtud de construir la democracia participativa. Desde mi punto de vista, no fueron ni disidentes ni revolucionarios y hasta se valieron de los esquemas de los partidos tradicionales para montar su campaña. Aclaro que no por lo señalado dejaban de constituir la opción más auténtica y efectivamente honesta.
En fin, la administración que se avecina promete la radicalización que nos ha de conducir a elegir entre la sumisión o la desobediencia civil. En el primer caso hay que reformular nuestro Himno Nacional, que por dignidad se debería. Esto porque se manchó la gloria y los costarricenses nunca trocamos las armas, el cielo no está limpio y la paz se convirtió en un eufemismo. A nuestra Patria no podemos llamarle ¡Salve oh tierra gentil! ¡Salve oh madre de amor!, porque la están vendiendo a las transnacionales. En cuanto a que somos un pueblo valiente y viril, la valentía tenemos que probarla. ¿Y la virilidad? ¡Ho, ho! El hecho es que si la sumisión fuera la pauta puedo pensar que no ha llegado el momento para romper con este modelo de desarrollo anquilosado y respetar tal decisión, pero les ruego con toda vehemencia: ¡No me convoquen a una marcha pacífica!
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