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En memoria de Orlando Zapata Tamayo, víctima de la intolerancia de la dictadura castrista
La tolerancia represiva (1965) fue uno de los ensayos más leídos de Herbert Marcuse, quien fuese referencia central de los movimientos estudiantiles en la década del 60, sobre todo en los países centrales.
La tesis del conocido texto puede resumirse de la siguiente manera: en vista del carácter represivo y saturante de las llamadas sociedades industrializadas, el ideal de tolerancia -que tuvo en los comienzos de la sociedad burguesa efectivamente un potencial liberador- se ha convertido en un ideal dudoso que en la práctica funciona, por el contrario, como mecanismo de neutralización política e igualación ideológica.
De lo anterior, concluye Marcuse, los grupos progresistas que aspiren a transformaciones sociales profundas, deben no sólo desconfiar de esa tolerancia degradada o “falsa tolerancia”, sino incluso reservarse el derecho de avanzar reivindicaciones al margen de tal instrumento igualador. El filósofo alemán se da el lujo de la paradójica expresión “tolerancia represiva”, para hacer alusión a la supuesta falta de verdaderas alternativas de cambio en las llamadas “democracias occidentales”. Dada tal convicción, considera Marcuse no sólo lícito, sino de rigor, portarse intolerante ante esa tolerancia administrada, para la cual tanto posiciones ‘progresistas’, como ‘reaccionarias’, poseen igual cabida y valor.
Pasa a menudo que cierta militancia de izquierda se sirva de este lugar común, no sólo para desahuciar los existentes espacios o vías institucionales como espacios de cooptación, sino, al mismo tiempo, para justificar un juego político en dos frentes: Por un lado, aprovechar lo que les ‘sirva’ de la institucionalidad establecida que, aunque precaria –sobre todo en América Latina- existe (ser opción electoral, p.e.), y, por el otro, mantener, por decirlo así, un “pie fuera” del “corrompido” cascarón institucional (“democracia insustancial”) con el objetivo de justificar el recurso a la “desobediencia civil”, toda vez que no se ‘gane’ o se consiga ser mayoría dentro del “administrado” espectro político. Por desgracia, el concepto de desobediencia civil se presta, igual que la idea de tolerancia, a múltiples perversiones y abusos. En el marco de la pasada confrontación política alrededor del TLC con los Estados Unidos, algunos grupos sociales -que se arrogaron ser ‘la’ representación popular- llevaron la práctica del bloqueo vial al paroxismo. Un medio a priori no ilegítimo, se transformó en una especie de deporte cotidiano, lo que despertó el repudio de gran parte de la población, quien se encontró indefensa frente a esos arbitrarios brotes de “democracia callejera”.
Igualmente, la Universidad de Costa Rica, que fungió como importante espacio de debate e investigación en torno al acuerdo de marras, devino también un lugar en el que reinaba una atmósfera de intolerancia, donde se podía excluir, anatematizar e incluso agredir, no ya a aquellos que simpatizaban o defendían el acuerdo, sino incluso a los “tibios” que sostenían una posición moderada o que, en todo caso, preferían mantenerse equidistantes frente a “síes” y “noes” absolutos. Resulta para mí profundamente chocante escuchar en conversaciones de sobremesa a algunos profesores universitarios cuando se refieren a ese “pueblo”, que no piensa como ellos pero de algún modo creen representar, como “masita ignorante”. No está de más recordar a los ‘intelectuales’ estar muy lejos de ser representativos del sentir, pensar o desear de las mayorías sociales. No se trata de una posición anti-intelectualista, sino más exactamente de cuestionar el manido mito de la Universidad como “conciencia lúcida”. Ni los intelectuales representan la “verdad política” o la sensibilidad mayoritaria de una nación, ni el ideal de tolerancia es por sí un valor inmaculado, lo que no le roba su valor fundamental como virtud democrática. La “buena política” consiste, desde mi punto de vista, en el arte de buscar aquel “centro”, esa mediación necesaria entre tensionalidades e intereses divergentes. En tanto “centro”, no es lugar exento de fricciones, sino más bien punto de encuentro o “pacto” entre posiciones diversas. La dificultad de lo político –que en definitiva es la dificultad inherente a la convivencia humana- radica precisamente en la búsqueda de ese centro dinámico, cuyo encuentro requiere no sólo de ‘buenas teorías’, sino, sobre todo, de creatividad, disposición y buena fe en el contacto permanente con la diferencia. La “tolerancia represiva”, como pretexto, resulta ser una opción fácil y perezosa.
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