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Poco antes de que estallara la última crisis financiera mundial, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal (Banco Central de EE.UU), advirtió que la capacidad productiva de ese país, principalmente su fuerza de trabajo disponible, estaba prácticamente utilizada en su totalidad (pleno empleo), y esto no era suficiente para satisfacer la demanda.
Explicó que lo anterior se debía a dos factores: i) el incremento en la participación laboral de las mujeres habría alcanzado ya su tope, y ii) la generación del llamado baby boom comenzaba a jubilarse sin que se esperara un aumento en las tasas de reposición demográfica, debido a decisiones culturales.
Así las cosas, era prácticamente un hecho que el ritmo de crecimiento económico de Estados Unidos, por el lado de la economía real, tendería a disminuir después de varios años de una expansión “sin precedentes”, que hoy sabemos fue alimentada por una demanda en buena medida artificial, creada por el manejo financiero irresponsable en un marco de aplicación de políticas derivadas de la filosofía neo-liberal o neoclásica.
Este era el escenario “real”, en Estados Unidos, sin incluir, todavía, la explosión de la gran “burbuja” especulativa que se inflaba en sus mercados hipotecario y financiero, y que sería lo fino por donde se rompería el hilo y estallaría la crisis.
Detengámonos un momento en esta dimensión real. Así como el análisis marxista clásico, del capitalismo, estuvo impregnado de la epistemología estamental premoderna (en nociones como las de “conciencia de clase” o “proletariado”), sin duda tiene aciertos decisivos.
Uno de ellos es el haber planteado que las crisis cíclicas del capitalismo son siempre crisis de sobreproducción y, por tanto, de acumulación del capital. “La razón última de todas las crisis reales es siempre la pobreza y la limitación del consumo de las masas frente a la tendencia de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la capacidad absoluta de consumo de la sociedad”, escribió Marx en El Capital.
Pero en el caso de la crisis actual, sucedió todo lo contrario en la economía real: se produjo lo que economistas llaman un “sobrecalentamiento”, solo que, esta vez, “sin precedentes”, con el máximo uso de recursos como la fuerza de trabajo y la oferta de combustibles, y aun así no se satisfacía la demanda. Sin embargo, esta extraordinaria demanda no se debió a que el desarrollo de las fuerzas productivas por el capitalismo y la capacidad absoluta de consumo de la sociedad por fin se encontraran –con la consiguiente eliminación de la pobreza-, sino a la expansión artificial de la capacidad de consumo, por la economía “virtual”, mediante crédito otorgado irresponsablemente, esta vez a escala global, dado el libre flujo de instrumentos financieros y, por tanto, de capitales, facilitado por las nuevas tecnologías, y que –dada la ética neoliberal- permiten la mundialización de la usura.
Si, con Tomás de Aquino, se aceptó el cobro de intereses sobre el préstamo de dinero, aunque solo fuese cuando se produjera un atraso en el pago, ¿adónde está el límite? Si, además, la bonanza económica sería una señal de la complacencia divina, ¿deberíamos erigir altares para individuos como Bill Gates o, en otro extremo, Silvio Berlusconi? Y los gerentes de la ENRON, ¿no serían algo así como mártires de su destino?
No pretendo aquí entrar en el debate acerca de si el capitalismo solo requiere de mayor regulación pública o de si es necesario eliminar la propiedad privada de los medios de producción con el fin de zanjar el problema ético de la usura. No creo que la cosa sea tan simple.
Me interesa llamar la atención sobre los límites androcéntricos con los cuales se construyó la ciencia económica y en los que, consecuentemente, se enmarcaron tanto el debate sobre la usura como en torno a la plusvalía -que vendría a ser la máxima forma de usura en el capitalismo-, y se ignoró una parte fundamental e imprescindible del dilema, del debate y de cualquier posible solución.
Y esto es que, en el mundo estamental antiguo, la primera forma de organización económica o modo de producción consistió en la institución de un orden sexual conformado por dos clases de seres humanos: los hombres y las mujeres (con sus desiguales opciones y libertades socialmente determinadas), y la primera división del trabajo fue la división sexual del trabajo.
Y, sin embargo, este problema tiene todo que ver con las crisis cíclicas del capitalismo, y se hace cada vez más evidente ante la creciente significancia de las dimensiones demográfica y cultural de la crisis actual, como el Secretario del Tesoro estadounidense no tuvo más remedio que reconocer.
Porque, ¿qué significa, por una parte, que el incremento en la participación laboral de las mujeres, en Estados Unidos, habría alcanzado ya su tope, de modo que lo que Marx calificó como “ejército industrial de reserva”, se agotó? Y ¿qué significa, por la otra, que la generación del llamado baby boom haya comenzado a jubilarse, sin que se espere un incremento en las tasas de reposición demográfica, debido a decisiones culturales?
Significa que la actual crisis del capitalismo está poniendo en evidencia o, más bien, reactualizando, el papel central que juegan, en el sistema, el orden sexual y la división sexual del trabajo. Nada menos que el hecho de que la economía ya no puede seguirse analizando y comprendiendo sin atender al papel relevante que la clase de las mujeres tiene para el capitalismo.Como el propio Bernanke reconoce implícitamente para el caso estadounidense, el capitalismo no podría existir sin ese trabajo gratuito, hoy por hoy realizado mayoritariamente por mujeres, en la reproducción de la fuerza de trabajo que será intercambiada en el mercado: la participación de las mujeres en el mercado de trabajo remunerado tiene un límite dictado por esa necesidad de contar con un cierto número de “amas de casa”, límite que no existe para los hombres, esto es, para el “trabajador libre” del capitalismo.
De modo que, si bien es cierto que el “proletario” es explotado por el burgués, quien le roba una parte del salario que le corresponde por el valor producido (plusvalía), en el modelo típico el obrero y el burgués extraen una plusvalía (simple, el primero, doble, el segundo) del trabajo socialmente necesario no pagado que las mujeres realizan en la producción y reproducción de la fuerza de trabajo, pero que, además, ni siquiera es reconocido por la ciencia económica ortodoxa como trabajo creador de valor y que, a lo más, es pagado simbólicamente con amor romántico y reconocimientos que encubren prescripciones sociales, como “El Día de la Madre”.
Si la Iglesia Católica antigua y otros moralistas condenaban el cobro de interés que produjera usura, entendida como lucro, es decir, como la extracción de un valor superior al equivalente prestado, incluido el costo de oportunidad y de la depreciación en caso de no pagarse el préstamo a tiempo, es claro que la extracción de plusvalía, cualquier forma que esta tome, y su equivalente virtual, el interés, es un acto antiético incluso cuando sea consensuado.
Se me dirá que en un matrimonio que cumpla con la típica división sexual del trabajo existe “consentimiento informado”. Puedo contra-argumentar que en una relación laboral entre un capitalista y un obrero, también. Y sin embargo, también sabemos que ciertos consentimientos o consensos se dan y existen porque no queda más remedio (la correlación de fuerzas no permite un conflicto). Se me dirá que el proletario que se identifica con los intereses de su patrón está alienado, no tiene conciencia de clase, esto es, conciencia de su propia explotación y que, en todo caso, actúa así por sobrevivir en una correlación de fuerzas desfavorable. Lo mismo podría decirse de la clase de las “amas de casa”.
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