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El debate cultural que se ha hecho evidente, en las últimas semanas, sobre si la sociedad costarricense debe ser plural, laica y de derechos, o mantenerse confesional católica y, por tanto, con derechos individuales condicionados a los dogmas religiosos particulares, es una expresión más del período de transición tan importante que está viviendo el país.
Sin duda, la resolución que se le dé a este debate cultural condicionará, también, el ritmo en el cual Costa Rica pueda reconstituirse como nación con energías comunes dirigidas hacia un mayor o menor bienestar, seguridad y felicidad.
Pero, en este debate hay una trampa. La Iglesia Católica como institución, representada por sus obispos, y apuntalada por grupos ultra conservadores, intentan desesperadamente hacer aparecer la justa demanda por el cumplimiento de los derechos sexuales y reproductivos, y por la igualdad de derechos civiles de todas las personas sin discriminación por ninguna condición, incluida la preferencia sexual, en un “ataque contra la familia”. Cuando, en realidad, el fortalecimiento y realización plena de estos derechos no haría sino reconocer y apuntalar la existencia de más familias, basadas en el amor generoso y la solidaridad voluntariamente compartida –una forma de afecto más segura- que aquellas basadas únicamente en la tradición y los mandatos coercitivos y compulsivos.
El debate, después de todo, no hace más que poner en evidencia pública un hecho que viene ocurriendo en la práctica desde hace varios años, esto es, la transformación de la familia tradicional en Costa Rica y en el mundo, pero, sobre todo, la revolución que está ocurriendo en cuanto al papel de las mujeres en la sociedad.
Crecientemente, ellas ya no son la retaguardia segura del “trabajador libre” del capitalismo, gracias a cuyo trabajo gratuito los hombres, las empresas y el Estado se ahorran una inmensa renta, pues las mujeres garantizan este trabajo socialmente necesario de la reproducción y el cuido de la fuerza de trabajo, clave para la acumulación de riqueza individual y social. Ellas son, cada vez más, actoras sociales, políticas y económicas pese a la desigualdad de condiciones. Por eso se educan más, participan más en la economía y en la política, y se adueñan de aspectos de sus vidas tan importantes como la fecundidad. No por casualidad la tasa de fecundidad ha descendido en Costa Rica y en el mundo.
Tampoco es casualidad que los hombres que de manera exclusiva constituyen la autoridad jerárquica de iglesias como la católica, se conviertan en policías furiosos de la sexualidad de las mujeres, en particular, y de las sexualidades, en general: siendo instituciones arcaicas, son las cancerberas (según el Diccionario de la Real Academia, “portero o guardián severo o que tiene modales bruscos”) de la subordinación de las mujeres, sobre la cual han construido históricamente su poder.
Existe evidencia y argumentación suficiente sobre cómo el establecimiento de la dominación masculina y de la subordinación femenina (diversas teóricas feministas, Bourdieu), y la fijación de reglas rígidas de parentesco (Levi-Strauss, Freud), en particular, la heterosexualidad obligatoria (Rubin), aseguran el intercambio de mujeres para la creación de lazos sociales por y para los hombres.
Nada hay, por tanto, menos natural –más arbitrario, pues es relativo y cultural-, que permitir la existencia de un solo tipo de familia, de un solo tipo de lazo social, de un solo tipo de sexualidad, de un solo tipo de amor.
Nada hay más arbitrario que prescribir autoritaria y socialmente lo que deben ser, sentir y querer los seres humanos, únicamente a partir de tener anatomías diferentes. Nada hay, más que prejuicios, estereotipos e intereses económicos y políticos, en querer prohibir la gran diversidad de relaciones solidarias y de nuevas formas de familia que, en la práctica, siempre han existido y existen cada vez más en la sociedad costarricense y en el mundo, en la medida que la ignorancia queda rezagada frente a una cultura de derechos y de respeto a la autonomía.
Lo que el país necesita son más familias sustentadas en la seguridad afectiva y económica que solo puede ser resultado de la libre unión de los deseos y voluntades, y no del sostenimiento coercitivo e inerte de reglas culturales opresivas y arcaicas, que esclavizan principalmente a las mujeres para la reproducción, porque así se garantiza su subordinación, y que decretan la muerte simbólica de la multitud de personas que tienen deseos distintos –no mejores ni peores- del heterosexual.
De todos modos, varios siglos de control fundamentalista sobre los seres humanos solo han sumado evidencia de que los hogares nucleares heterosexuales tradicionales no son garantía alguna de seguridad afectiva, -como no lo son tampoco los entornos religiosos, frente a la pedofilia-, sino también cuna de violencias que se ejercen privilegiadamente sobre las personas más vulnerabilizadas: las mujeres, las niñas y los niños.
Es hora de cambiar esto en Costa Rica, si ustedes quieren, también para apuntalar la base del progreso económico solidario.
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