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Usted cierra la sombrilla, paga el pasaje y se acomoda en el engorroso asiento del autobús. Abre la mochila, y, con el corazón en el estómago, se percata de que no carga consigo el iPod, el Walkman, o cualquier otro aparato sonoro que lo distraiga durante el largo confinamiento en el transporte público. Consternado, no le queda otra opción viable más que hacerse uno con el bullicio imperante dentro del vehículo. Allí es donde todo comienza.
No es su culpa. Sin quererlo, sus oídos se llenan de las conversaciones que le rodean, pululando por todo el bus. Sin mediar interés alguno, su mente se inmiscuye como actor pasivo del ejercicio vocal que llevan a cabo sus copasajeros. Pasados unos minutos, ya ha sido capaz de escanear al menos un manojo de charlas. Es entonces cuando se percata del gran hilo conductor.
¡El horror! Atónito, se da cuenta de cuán pocas palabras han utilizado los emisores que le rodean para comunicarse; no solo eso, los ínfimos vocablos han sido repetidos hasta la saciedad, hasta el empacho, hasta la náusea. Mi estimado lector, ello no es sino una pequeña muestra de la crisis cancerígena que agobia el intelecto colectivo de nuestro país.
Creerá usted, entonces, que se describen aquí casos aislados, delimitados por el contexto sociocultural y el nivel educativo; hasta cierto punto, tiene razón, mas no es una verdad absoluta. Lo cierto del caso es que semejantes ametrallamientos en detrimento del castellano son pan de todos los días en estudiantes, chanceros, profesores universitarios, juristas, políticos y periodistas.
La estadística determina que el analfabetismo en Costa Rica es mínimo; empero, el dato no especìfica la calidad de la educación que el tico promedio recibe -entiéndase esto como el costarricense que no tiene acceso a educación privada, entre otros caros beneficios-. La rica lengua de Cervantes está siendo masacrada por la ineficiencia gubernamental de educar como se debe: con ganas, y no por salir del paso con un cálculo favorable únicamente en el papel.
En virtud de este panorama, quien defiende la integridad del idioma no podrá evitar preguntarse cómo detener esta caída en picada. Se le ocurre a este servidor -muy en función de sus propios gustos, he de admitir- que el paso primero es rescatar del empolvado baúl la vieja y buena literatura. Esa que tan trágicas consecuencias sufre por culpa de un sistema educativo que solo enseña a odiarla.
La paupérrima calidad didáctica en los aspectos concernientes a la lectura, el idioma, la gramática y demás facetas de la redacción -y, consecuentemente, de la comunicación tanto oral como escrita- están indudablemente ligadas al desastroso manejo que el Ministerio de Educación realiza en torno a las letras. El tico promedio mencionado anteriormente, crece en un contexto que le enseña a pensar en la literatura como una imposición pedagógica, presta a desecharse en cuanto se tenga el bachillerato bajo el brazo. Más allá de eso, el ejercicio literario está casi extinto en nuestro país.
Empero, la verdad de los hechos determina que la literatura es el plano culminante del lenguaje. La máxima plataforma de la palabra escrita es, justamente, el arte que se nutre de ella. En tanto no exista una cultura que aliente y promueva la lectura, el desarrollo léxico del costarricense estará estancado de manera indefinida. Todo está encadenado a la educación criolla; si un eslabón merma su resistencia, todo el proceso está condenado al yerro. Y con ella, nosotros mismos.
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