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En el primero de dos artículos que escribí oponiéndome al otorgamiento de un premio Nobel de ciencia a Stephen Hawking, dije que él no ha reconocido ciertas implicaciones fundamentales de la infinitud.
Ahora intentaré describir el sentido de esa afirmación, reconociendo que muchos la juzgarán demasiado conjetural, especulativa y misteriosa. Por eso espero que quienes tengan perspectivas más claras, penetrativas y sólidas la critiquen. Me atengo a la sentencia del gran físico y filósofo David Bohm (1918-1992), en cuanto a que el diálogo de buena fe es un “juego” sin parte perdedora: en él, “ambos lados ganan”, al aclarar y corregir su pensamiento.
(III parte)
Los seres humanos nos caracterizamos por reflexionar sobre nuestro “mundo externo” y nuestro “mundo interno”, percibiendo ambos como infinitos. Dicho en otra forma, la especie homo sapiens puede ser distinguida de otras como un cruce de infinitudes. Los niños y las niñas comienzan a ser personas al preguntar, en cadena sin fin, “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? . . .”. En algún momento, los adultos nos vemos obligados a concluir frustrados y frustrar a los pequeños diciendo “no puedo responder más”.Quien no ha vivido esa experiencia ni ha sido niño ni ha alcanzado madurez, es un homo que todavía no es sapiens. Sobre la faz de esta tierra han caminado y caminan muchos homos -incluyendo “filósofos, científicos y gente común”, al decir de Hawking- que no son sapiens; y tampoco estos marcan una culminación de la evolución, menos aún su conclusión. Leonardo Boff ha pensado en un homo sapiens demens y un homo sapiens cooperateur; los cuales comparo, respectivamente, con una bestia tecnológica y un humano tecnológico. Por ejemplo: entre 1935 y 1945 la especie homo sapiens demens predominó en Alemania; he visto numerosos especímenes del homo sapiens cooperateur en Canadá; usted, estimado lector, estimada lectora, encontrará bestias tecnológicas en Estados Unidos de América; y es posible conversar con humanos tecnológicos en Europa del Norte.Al mirar hacia lo alto y lo bajo en busca de Dios, con ambos brazos extendidos, uno al prójimo de la derecha y otro al de la izquierda, pensando. . . nos damos cuenta que estamos en un cruce de infinitos; todos estamos crucificados por la infinitud. Es una crucifixión a veces aflictiva o dolorosa; otras veces deleitosa o placentera; pero siempre admirable, desafiante y atractiva, como aquellas figuras de Benoit Mandelbrott.Sin darnos cuenta de esa crucifixión, somos como el demonio de Laplace, cuyos sentimientos son ficticios; sí la percibimos pero tratamos de ignorarla, renegamos nuestra humanidad y nuestros pensamientos son falsos. Poco vale la vocación de quien no bebe o come de la infinitud, sea en arte, poesía o literatura, economía o política, ciencia o tecnología. Por eso hoy rindo homenaje de agradecimiento al maestro que me enseñó a reconocer la infinitud, respetarla y vincularme conscientemente con ella siempre. En 1964, durante una clase de matemática general en la UCR, un compañero preguntó muy seriamente al profesor Juan Félix Martínez cuál era el número más grande. Después de reprender al resto del grupo por nuestro estallido de risa, el perceptivo maestro habló sobre el manejo de números grandes, incluyendo la cifra “googol”, y desembocó en la misteriosa noción de “infinito”.Luego me di cuenta que lo infinito pasa por dentro y por fuera de cada uno, en la mañana y en la noche. Está en el pasado, el presente y el futuro. Está en los bosques y el mar, más allá de donde el cielo y la tierra se abrazan, formando el horizonte. La infinitud es ubicua. Pero la insensibilidad, la vanidad y también el temor pueden impedir reconocerla . . . entonces, reímos nerviosamente.
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