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El próximo jueves 23 de septiembre, el distinguido filósofo norteamericano Richard J. Bernstein dictará una conferencia en la Universidad de Costa Rica sobre el tema “Hannah Arendt: inmanencia, pluralidad y política”, invitado por la Vicerrectoría de Investigación.
En el año 2002, Bernstein publicó un fascinante ensayo titulado “El mal radical: una indagación filosófica”, que apareció en castellano en 2005. Un capítulo de este libro está dedicado a Hannah Arendt y allí Bernstein discute su idea que el mal sería el problema filosófico más importante después de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial; no sólo para la teoría y el pensamiento, sino para la convivencia entre las personas, el mal sería la cuestión más apremiante de la sociedad moderna.
Bernstein también cita a Andrew Delbanco, profesor de la Universidad de Columbia, quien escribió que “en nuestra cultura ha surgido una brecha entre la visibilidad del mal y los recursos intelectuales con los que contamos para enfrentarla. Las imágenes del horror nunca antes habían sido tan ampliamente difundidas y tan aterradoras a la vez: de campos de exterminio organizado a niños muriendo en hambrunas que podrían haberse evitado … El repertorio del mal nunca fue tan vasto. Y sin embargo, nuestras respuestas nunca fueron tan débiles.” A esto debemos añadir la violencia contra mujeres y ancianos, contra etnias y pueblos enteros.
Estas son observaciones claras y penetrantes. Muchas veces, cuando pensamos en el mal y sus manifestaciones, sentimos una subterránea y sutil perplejidad por el hecho de que nuestra sociedad no ha podido erradicar la violencia de su seno, sino que es su víctima e incluso la gestora o facilitadora de corrientes que actúan en contra del imperio de la razón y del Derecho. Todo esto a pesar de que la sociedad moderna es resultado de una profunda transformación mediante lo que Max Weber llamó la racionalización del mundo moderno, o sea la predominancia de instituciones y procesos derivados de la aplicación de normas y principios. El problema enunciado por Arendt no es de naturaleza metafísica; es más bien un fenómeno cuyas raíces se hunden en el terreno sobre el cual se erige la sociedad contemporánea.
Los problemas relacionados con la violencia son muchos. Entre nosotros se da una creciente ansiedad porque no podemos preveer el estallido de una violencia renovada. En todos los casos, es preciso comprender y adquirir cierto dominio conceptual de la violencia, y desplegar un discurso rico y perspicaz para captar sus manifestaciones y prevenir su ocurrencia con medios y propuestas que estén a la altura de nuestro desarrollo social y político; o sea, debemos impedir que el enfrentamiento con la violencia provoque una regresión en el Derecho y una disminución de nuestros logros culturales.
Dado que las coordenadas de la violencia son universales, nada más fácil que atribuirla a una naturaleza humana resistente a toda influencia social e inmune a los avances del proceso civilizatorio. Ante este fenómeno el pensamiento tiende a buscar soluciones unívocas, cuando lo que impera es la complejidad.
Por razones de economía conceptual, tendemos a realizar atribuciones sencillas que pueden resultar orientadoras, pero que muchas veces tienen funciones defensivas. Es decir, nos sirven para esquivar nuestra propia responsabilidad individual y colectiva. Además, terminan por estigmatizar a personas y grupos, lo cual le cierra el paso a soluciones flexibles y duraderas, además de que entorpece su inclusión en la búsqueda de opciones sociales.
Al contrario de las explicaciones simples, la investigación científica más reciente nos habla de nuevo sobre multicausalidad e interacciones entre factores personales, constitucionales, económicos, ambientales y culturales.Parece ser que las instancias sociales siempre le llegan tarde a las causas de la violencia y el delito. La sociedad, en estos temas, tiende a ser más reactiva que proactiva y anticipatoria; en otras palabras, actúa de acuerdo con políticas calcificadas, muy poco creativas, frescas y originales.
En momentos de crisis, como bien lo sabemos en el ámbito individual, las sociedades muestran también una tendencia hacia la regresión, o sea a retroceder en el proceso de creación cultural y recaer en mecanismos arcaicos de una aparente resolución de conflictos, entre ellos la coerción y la fuerza, en lugar de recurrir a la sabiduría, la sensibilidad y el pensamiento complejo.
Una sociedad que aspira hacia el futuro, hacia el progreso y el desarrollo, no puede simplemente condenar y excluir a las víctimas de sus propias deficiencias, sino que, por el contrario, debe cuidar de ellas y buscar los medios y las maneras de integrarlas o reintegrarlas. Esto incluye el desarrollo de la necesaria empatía para anteponer el estudio de las causas y su prevención a las opciones de la criminalización y la exclusión.
Desde el temprano ensayo sobre la anomia de Robert Merton de 1938, la investigación sobre la violencia, la delincuencia, la criminalidad y el delito ha estado dominada por la idea de que estos fenómenos se encuentran condicionados socialmente. Los modelos constitucionales no han logrado desarrollar el potencial necesario para comprender la complejidad de estos procesos. La importancia de los factores sociales tiene un corolario lógico, cual es la asunción de la responsabilidad colectiva. Hace 40 años, Alexander Mitscherlich, en su colección de ensayos sobre la idea de la paz y la agresividad humana, se preguntaba si la violencia o la agresividad eran evitables.
Su respuesta fue que “una mirada a la historia y a la propia experiencia basta para responder con prontitud: está claro que no.” Pero él hizo una puntualización interesante, a saber que las condiciones de vida y de producción en nuestra civilización técnica producen un excedente de potencial destructivo que no se deja integrar en la normalidad de cada día.
O sea, que las condicones de vida en sociedad (la pobreza, la exclusión, la desigualdad, la inequidad) producen un exceso de tensiones que no pueden ser acomodadas en el tejido social. Esto tiene la implicación de que debe llevarse a cabo un esfuerzo moral consistente en modificar esas condiciones de vida e interacción entre los seres humanos.
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