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Bienvenido a Woodstock

Los que estuvieron ahí esos tres días de agosto del ‘69 fueron “bendecidos por los dioses”; a muchos adolescentes, a la distancia, “El concierto” nos marcó para toda la vida; sus detractores tampoco lo olvidan.

Los que estuvieron ahí esos tres días de agosto del ‘69 fueron “bendecidos por los dioses”; a muchos adolescentes, a la distancia, “El concierto” nos marcó para toda la vida; sus detractores tampoco lo olvidan.
Fue la cumbre de una revolución cultural cuyos valores definieron nuestro presente y siguen provocando afanes y tensiones (luego, la violencia en Altamont -Rolling Stones- fue el principio del fin). La década del 61-70, fue el súmmum de tanto y de tantos, especialmente en Los Estados Unidos.Luther King repudió al racismo y dio la vida por su maravilloso sueño de hermandad.
El carisma de Kennedy nos movió tanto a la responsabilidad y a la esperanza como a la Guerra Fría (también fue  asesinado, como su hermano Bobby y Malcolm X). Las libertades individuales se expandieron aún más, paradójicamente, con el gobierno del tejano L. Johnson (Civil Rights Act), que lo cedió al brillante criminal R. Nixon y su reacción conservadora.
Luego irrumpiría la derecha religiosa con R. Reagan –quien ya en los 60 reprimió con el ejército a los estudiantes rebeldes-. La Guerra de Viet Nam, a partir del incidente calculado de Tonkin (como bien nos explicaba Chen Apuy ), generó el tsunami pacifista que enfrentó al complejo industrial militar. Unos hombres caminaron en La Luna con escafandras mientras muchedumbres de jóvenes nómadas llamados hippies caminaban descalzos y desnudos, sin afeites ni maquillaje, en las tierras que aún no habían sido atrapadas por las urbes y sus suburbios del Sueño Americano. Fue una vuelta a los orígenes de anticipo ambientalista. Se rompían las boletas del ejército, las mujeres quemaban sus sostenes y articulaban el discurso feminista; se predicaba y practicaba un amor libre que emancipó los sentimientos de las funciones de reproducción social (¡viva la píldora!). Una faceta de éste fue el movimiento gay, que tuvo en el Bar Stonewall su bautizo de fuego. Se experimentaba con la expansión de la conciencia mediante las drogas (marihuana, LSD), en una búsqueda excesiva pero bien distinta de las tristes depresiones/adicciones de hoy en día. Hendrix, Santana, Baez, Cocker, Joplin, The Who et al interpretaban el giro radical, cuyo declive se asocia con Altamont y Abbey Road.  Esta hermosa y depurada película de Ang Lee, un verdadero genio del cine mundial, me llenó de gozo y admiración. Tanto por su extraordinaria calidad, como por su capacidad de sumergirnos con nostalgia en esa época deliciosa y trepidante; en esas visiones y en esas revueltas. El filme logra recrear una época compleja, estimulante y contradictoria en un inmenso mural donde cada signo y cada símbolo están perfectamente ubicados y acoplados. Con un protagonista que desafía las convenciones y que me pareció estupendo porque ese “mae raro”, casi ridículo, es un “perdedor” solo en apariencia, pues su capacidad de trabajo, su don de gentes y su optimismo invulnerable lo llevaron, entre el azar y la voluntad, sí, a hacer historia. Que la obsesión por el éxito que corrompe nuestra sociedad olvida que lo significativo es merecerlo; que importa más el proceso que el resultado. Los connotados intérpretes secundarios construyen personajes entrañables con gran destreza y naturalidad, sin obstruir el relato. I. Stanton como la inmigrante madre avara, E. Hirsch como el veterano de guerra hastiado, P. Dano como un generoso viajero del placer, L. Schrieber como el guarda travestido (en “Salt” vuelve al traje), J. Groff como el carismático productor M. Long y más.  Todo esto está y no está, pues es la referencia y el ambiente de una historia de liberación personal de un joven (Elliot Tiber/Dimitri Martin) que fue crucial para la realización del legendario concierto. Un relato de múltiples caminos y rostros, realizado con humor y picardía, visto con bondadosa inteligencia y buena fe, pletórico de detalles significativos. Impecablemente filmado, pese a la extrema dificultad que supusiera producirlo. Un homenaje que no repite el clásico documental de M. Wadleighs. Porque no vemos a ninguno de los formidables artistas, sino al mundo que los hizo posibles. Ese planeta de música, paz y amor, que ahora parece tan lejano. Por eso el filme, basado en las memorias del protagonista,  es original, además de brillante.

  • Gabriel González Vega 
  • Cultura
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