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Justicia constitucional y lo “políticamente incorrecto”: los “extravíos” de la Corte Suprema norteamericana y su réplica en Costa Rica

A propósito de la presentación de un libro sobre el papel de la Corte Suprema norteamericana del profesor de la Universidad Duquesne (EUA),  Robert Barker,  surgen interrogantes muy interesantes sobre las relaciones entre el poder político y los derechos fundamentales.

A propósito de la presentación de un libro sobre el papel de la Corte Suprema norteamericana del profesor de la Universidad Duquesne (EUA),  Robert Barker,  surgen interrogantes muy interesantes sobre las relaciones entre el poder político y los derechos fundamentales.
En el origen de la Constitución norteamericana se aprecia muy bien las corrientes ideológicas y los objetivos políticos que condicionaron el contenido de su texto.
En el origen del modelo constitucional de los Estados Unidos (1791) es posible visualizar de qué manera la declaración de derechos se convierte en una limitación efectiva a los poderes, evitando que la constitución se transforme en pura retórica.
Esta incidencia efectiva del control constitucional, no se deslegitima por el hecho de que los miembros del Tribunal Supremo o de los Tribunales Superiores estatales que tutelan la fidelidad con los principios constitucionales, no se elijan popularmente, como a veces se afirma sin mayores reparos.  Los derechos de los ciudadanos y los límites al poder gubernamental se convierten en deberes jurídicos que no son meras declaraciones poéticas en la tradición constitucional norteamericana, como ha sido tan común en América Latina cuando se habla de la Constitución, que para algunos es  poesía jurídica con la que hacemos castillos en el aire.
El análisis que hace el profesor Barker sobre los fallos más importantes de la Corte Suprema marca una ruta sobre lo que debe entenderse como la limitación del poder y la vigencia efectiva de los derechos fundamentales.
Muy importante la referencia sobre la trascendencia que tiene constitucionalmente y políticamente, la separación de poderes, principio que tiene efectos en la distribución dinámica del poder, trascendiendo la simple descripción formal de las competencias de cada poder. Jefferson resalta muy bien cómo la concentración de poderes es una de las características del gobierno despótico. No basta reconocer la libertad, también debe definirse claramente la división y el balance entre los poderes, construyendo un balance que garantice la vigencia de las libertades. En este delicado equilibrio, que se ajusta constantemente, la jurisdicción constitucional cumple una función trascendental en el sistema político norteamericano, a pesar de la concentración de poder que tiende a propiciar su sistema presidencialista.   La separación de poderes por la que abogan Jefferson, Madison y otros, son principios que debe inspirar el quehacer político y la función judicial; sin embargo, en muchas ocasiones se olvida que el poder sin control puede devorar la democracia, porque todo “urge”, porque “debemos desarrollarnos”. Ante tanta “urgencia” es probable que los equilibrios y los controles sean inconvenientes, disfuncionales. Palabras como gobernabilidad y seguridad jurídica, afloran y modelos jurídicos como el de Singapur y el de China continental se convierten en el “Dorado” del buen gobierno o de una imprecisa gobernabilidad. En medio de esa confusión se afirma, sin mayor análisis, que el gobierno lo ejercen los órganos de control, devaluando el contenido político y la garantía que tienen los controles y los frenos y contrapesos.  Entre los casos que ha resuelto la Corte Suprema norteamericana, llama la atención el caso Youngstown Sheet and Tube Company vs. Sawyer, en el que la instancia judicial mencionada, decidió que a pesar de las buenas intenciones del Presidente Truman y los urgencias que imponía la guerra de Corea, se le ordenó que las acerías debían ser devueltas a sus dueños. Se consideró que la decisión del Presidente al incautar las fábricas de acero, había invadido funciones legislativas, excediendo sus potestades. Ya me imagino lo que ese fallo hubiera significado en esta Costa Rica crispada por la urgencia, por la ingobernabilidad, etc. ¡Atreverse a contradecir al Ejecutivo un tribunal que no ha sido designado por el pueblo, qué terrible atentado contra el desarrollo económico!, dirían algunos. Imperaría el criterio de la urgencia, el valor de las decisiones en función de sus consecuencias, como se ha planteado en la modernización de los muelles de puerto Limón. Por supuesto, nadie se pregunta, ni por asomo, qué legitima al Presidente del Banco Central de Costa Rica para regular toda nuestra vida económica, sin haber sido designado por voto popular. Interesante examinar cómo el control judicial surge mediante interpretación normativa, sin que existiera una previsión específica que resolviera el tema. Es el famoso caso Marbury vs. Madison, de 1803, del que tradicionalmente se deriva el control judicial de constitucionalidad. ¿Qué habría pasado en nuestro medio con semejante desaguisado? ¡Deducir el control constitucional judicial sin norma expresa! Algunas de las referencias tan interesantes que señala el profesor Barker en su trabajo, las ubico en nuestro medio y la verdad es que no concibo lo que les habría pasado a esos magistrados de allá por acá, y lo peor, designados vitaliciamente. Sería terrible, algo así como la dictadura de los jueces. Dictadura sobre la que nunca se han escrito informes, en los que se destaque que se convirtieron en fuente sistemática de violación de derechos fundamentales o de corrupción estructural. Muy importantes muchas de las referencias del profesor Barker, porque es una crónica muy bien fundamentada sobre lo que significa una instancia constitucional. La forma en que las decisiones judiciales permitieron superar la discriminación racial, hasta llegar al importante precedente Brown vs. Board of Education, extendiendo la garantía de la igualdad a partir de un concepto tan rico y variado como el  debido proceso. Es un fallo que iba contra vía, una decisión que para algunos no habría contribuido a la gobernabilidad o al desarrollo económico, porque era mejor el criterio anterior que había aplicado la Corte Suprema, cuando en el caso Plessy vs Ferguson, (1896) consideró que una ley de Louisiana que requería la segregación de los pasajeros del ferrocarril, no contravenía el principio de igualdad, porque a pesar de la separación, se mantenían iguales. Es decir, que era posible estar “separados, pero iguales”. Como bien lo diría años después Wendell Holmes Jr, ese fue uno de los peores argumentos constitucionales, si es que así se le podía llamar. Ese criterio es una buena muestra del fraude de etiquetas al que tanto recurrimos los abogados, en una pirueta engañosa que le pone ropajes ridículos a la realidad. Si hubiera imperado el criterio de las mayorías, se habría mantenido el criterio sibilino expresado en el caso Plessy vs. Ferguson.

  • Fernando Cruz Castro (magistrado)
  • Opinión
Democracy
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