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Las Crucitas y Obarack

Agradezco a los catedráticos Carlos Ramírez y Enrique Villalobos, autores del artículo “Las ganancias sin Crucitas” (Semanario No. 1873), por obligarme a recordar la siguiente historia.

Agradezco a los catedráticos Carlos Ramírez y Enrique Villalobos, autores del artículo “Las ganancias sin Crucitas” (Semanario No. 1873), por obligarme a recordar la siguiente historia.
Corría el año 1987, terminaba el verano en Odessa, ciudad de la entonces República Socialista Soviética de Ucrania, puerto a orillas del Mar Negro; la perestroica de Gorbachov en su apogeo; iniciaba mi segundo año de doctorado en Filosofía de la ciencia y me aprestaba a estrenar apartamento; los verdes bulevares de la metrópoli se tornaban áureos y caían las primeras lluvias otoñales; los estudiantes volvían de vacaciones, era septiembre.
El verano de ese año lo pasé en Odessa; la Universidad me envió a una casa de descanso donde recuperé la energía gastada en los estudios y lidiando con el compañero de habitación: un africano de habla inglesa que era tomador, querendón y muy desordenado.
Antes de vacaciones prometí a Mularva, estudiante argelino de matemática, quien vivía situación semejante a la mía, que si lograba cambiarme de cuarto para el siguiente año lectivo, lo pediría de compañero. A su regreso de Argelia, Mularva recibió la buena noticia.
El apartamento tenía dos habitaciones, cocina y baño compartidos. Creo que el argelino morirá agradecido conmigo, pues eso expresó durante dos años de convivencia, en los cuales aprendió a comer arroz tostado con olores, al estilo latinindio, y frijoles (cuando alguien llevaba de tierras lejanas). Yo era el jefe de cocina, mientras el argelino, que recibía beca de su país (dos o tres veces el monto de la mía), asumía el costo de los alimentos, menos la leche y el pan, que comprábamos a medias, y me ayudaba a preparar suficiente comida después de la universidad, pues a menudo llegaban estudiantes latinos (tico, nica, cubano o peruano) con quienes compartir.
Como beréber, Mularva hablaba berebere, también árabe, francés, ruso y, con los latinos, aprendía el español estudiantil. Aunque religioso y muy recatado, con los latinos y las alemanas Mularva conoció las mieles del amor y el dolor de la distancia.
La habitación contigua era compartida por el vietnamita Fo y el hindú Obarack, doctorandos en ciencias naturales. Fo hablaba poco de las calamidades sufridas durante la guerra que su pueblo libró contra los gringos en las décadas de los sesenta y setenta, pero su estado físico delataba los horrores vividos desde su niñez. Nunca olvidaré su sonrisa y su bondad, ni lo enamorado que era.
Obarack era mucho más joven que su compañero Fo, pero igual de alegre y bueno. Se le veía poco por el apartamento, pues frecuentaba coterráneos en otra residencia y, según me comentaba, aprendía a bailar tico con unas costarricenses en dicho lugar. Si de vez en cuando Fo nos invitaba a comer comida vietnamita, Obarack rara vez cocinaba con nosotros. Fue para una celebración hindú que probamos la cuchara de Obarack, condimentada y picante.
La contextura de Obarack era muy delgada, sus huesos le marcaban la piel, su baja estatura entonaba con sus facciones comunes de hindú; su mirada, profunda y triste, condensaba la cultura e historia de su pueblo, y reflejaba la carga dolorosa que su cuerpo resistía desde el día en que explotó una planta química de la transnacional Union Carbide en su pueblo Bhopal, en diciembre de 1984.
Obarack era uno de los 150.000 sobrevivientes cuya existencia quedó marcada de por vida después del accidente, otros miles corrieron “peor” suerte. Él me contó que los dolores de cabeza y cuerpo, producto de los gases tóxicos inhalados, los sintió días después del accidente, cuando despertó en un hospital. La ciencia médica de su sabio país hizo lo que pudo por salvar vidas. La de Obarack quedó en condiciones precarias: los dolores constantes opacaban su sonrisa, el cuerpo rechazaba el alimento (de ahí su languidez), su debilidad a menudo le enviaba al hospital, se atrasaba en el estudio. Obarack decía que su beca en la Unión Soviética incluía los cuidados médicos necesarios para mantenerse en pie, pero que veía lejano el día de su graduación, pues pasaba más en el nosocomio que en la universidad.
Cuando me gradué, en 1989, Mularva y Fo ya hablaban de la defensa de sus tesis, mientras que Obarack veía empeorar su salud. Desde entonces, nunca más supe de él.
Las minas metálicas a cielo abierto que emplean químicos letales para la salud humana, animal, vegetal e hídrica, como el cianuro, se llevan los dólares y nos dejan las “Crucitas” con su estela de miseria y dolor.
Aparte de las víctimas del “nemagón” y de muchas otras sustancias tóxicas recetadas a la agricultura por la revolución verde de las transnacionales químicas, que han cobrado millones de vidas en el mundo y significan costos socioeconómicos inalcanzables en salud para los países empobrecidos, ¿cuántos “Bhopales” con sus “Obarack” más necesitamos para poner coto a tanta ofensa a la dignidad de los pueblos? ¿Estaremos dispuestos a pagar tal precio por seguir permitiendo la voracidad del capital foráneo tutelado por el TLC y los intereses de quienes nos desgobiernan?

  • Tito Méndez (Profesor)
  • Opinión
SocialismURSS
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