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Flaco, duro y con estilo

In memoriam Dashiell Hammet (1896-1961)

In memoriam Dashiell Hammet (1896-1961)
El 10 de enero de 1961, hace justo medio siglo, moría casi secretamente en un hospital neoyorquino Samuel Dashiell Hammett, autor de El halcón maltés y de un puñado de novelas y relatos que en su momento, finales del primer tercio del siglo pasado, cambiaron la narrativa criminal para bien y para siempre.
Más allá del hoy consolidado mito progre que rodea al autor y a algunos de sus afortunados personajes –Sam Spade pasado por Bogart, sobre todo–, la obra narrativa pura y dura de Hammett trasciende largamente el género que eligió para revolucionar desde adentro en lo formal, y desde los bordes, en su modo de circulación. Quiero decir: es más que el fundador de la escuela hard boiled y de la llamada, por los franceses, novela negra.
 
Hammett es simplemente un notable escritor, a secas; y en ciertos aspectos un caso excepcional, ya que produjo una obra de inusitada calidad durante un breve y prolífico período –de 1927 hasta 1934–, pero que antes de cumplir cuarenta años, cuando concluyó laboriosamente El hombre flaco, en medio del éxito y del mucho dinero, estaba acabado. No lo advirtió en el momento, pero viviría casi treinta años más sin poder volver a escribir.
Así, aquel último invierno del ’61 el flaco y siempre elegante Dash tenía 65 años y venía de una larga década mala. Hacía tiempo que, enfermo y sin recursos, vivía de prestado y de la ayuda de su amiga Lilian Hellmann, compañera con la que compartió treinta años de pareja intermitente y solidaria: de los años locos de Hollywood-Nueva York, con dinero, fiestas y borracheras, a la serena melancolía de los últimos tiempos.
El mito de su entereza y lealtad a códigos que nunca negoció tiene con qué sustentarse. El, que se había alistado para combatir al fascismo con 48 años y sirvió en las Aleutianas, fue perseguido y acusado durante la Guerra Fría por el tristemente célebre senador McCarty & Co, debido a su negativa a dar los nombres de los aportantes de fondos para pagar las fianzas de los militantes comunistas detenidos durante la caza de brujas. El texto taquigráfico de sus respuestas a la Comisión es un ejemplo de coherencia y seca ironía. Declarado culpable, Hammett fue digna y coherentemente a la cárcel por seis meses, a comienzos de los cincuenta.
Al salir, mientras intentaba volver infructuosamente a la escritura por última vez, le embargaron –por impuestos impagos– los derechos de autor de sus antiguas obras que aún se reeditaban, adaptaban al cine o a la radio; además, y por razones ideológicas, lo ralearon de las bibliotecas. Cuando murió, en aquel invierno a comienzos del ’61, ni El halcón maltés ni Cosecha roja ni La llave de cristal ni La maldición de los Dain ni El hombre flaco estaban en las librerías. Lo enterraron en Arlington y fue poca gente.
Escritor de medios populares, Hammett no fue un narrador parejo ni excesivamente riguroso a la hora de publicar. Sin embargo, algunos de sus textos, como La llave de cristal y El halcón maltés, son obras maestras absolutas que pertenecen a la mejor literatura del siglo. Hammett –al decir de Raymond Chandler en ensayo famoso– no sólo sacó el crimen del salón y lo puso en la calle sino que encontró un registro seco, referencial y conductista con el que dio la palabra y describió los actos de personajes reales en situaciones reales. Un laborioso trabajo de estilo que jamás mostró sus costuras.
El efecto –dice Chandler– es que Hammett describió escenas convencionales que “parecen escritas por primera vez”. El peso de los hechos, la sequedad de los diálogos y la reticencia en cuanto a explicitar las motivaciones dan a sus mejores textos cierto efecto de realidad del que decanta la ambigüedad moral, cierto estoico escepticismo que no dice su nombre. Ni él ni sus personajes juzgan ni predican. Exponen lo que ven y lo que hacen. Hammett hablaba poco, pero siempre –desde que irrumpió en la literatura para contar sus experiencias como ex detective de la agencia Pinkerton– pareció que sabía de lo que hablaba. Y uno le cree.
Muchos de los que lo admiramos hemos escrito largamente sobre distintos aspectos de su vida y de su obra. Enfermo crónico de tuberculosis y prácticamente desahuciado a los veinticinco, se puso a escribir a contrarreloj. Lo hizo y muy bien. Ganó muchísimo dinero y lo gastó sin cuidado ni control. Alcohólico hasta los cincuenta años, mujeriego, ocasionalmente violento, Hammett nunca fue un tipo cómodo. Ni siquiera o sobre todo para él mismo. Anómalo marxista sin partido, sirvió a su patria en dos guerras y nunca salió de los EE.UU. Sabía mucho y de todo, era culto en serio, pero no soportaba la impostura.
Pocos momentos de la narrativa contemporánea tienen la riqueza significativa de la historia de Mr Flitcraft, el cuento o anécdota que Sam Spade le cuenta a la bella Brigid, sin motivo aparente, en un recodo de El halcón maltés. El capítulo final que le dedica la cuidadosa autobiografía Pentimento, de Lilian Hellmann, o el prólogo que escribió ella misma al recopilar a principios de los setenta algunas de sus novelas breves son textos –si no enteramente veraces– ejemplares. Y en lo interpretativo, nada mejor que la introducción de Steven Marcus a los cuentos del Continental Op para desmenuzar la poética y la ética que sostienen y constituyen la grandeza de sus mejores relatos.
Además, dejó una ciudad escenario –San Francisco en los alrededores del crac del ’29– y cuatro personajes inolvidables, cuatro hombres duros que han quedado para siempre en la historia y la memoria del género. Ninguno es policía. Primero, el innominado agente de la Continental, el gordo, eficaz, imperturbable detective asalariado que cuenta sus aventuras en primera persona y al final rinde cuentas al Viejo, su burocrático jefe. Es el protagonista excluyente de las magistrales Cosecha roja y La maldición de los Dain, y de un puñado de cuentos y novelas cortas de la primera época en la revista Black Mask.
Después está Ned Beaumont, que sólo aparece en la memorable La llave de cristal, guardaespaldas y hombre de confianza del gangster Paul Madvig. Su investigación del crimen –en medio de una disputa electoral en la que influye directamente el delito organizado– es producto de la lealtad al jefe, al que debe salvar de culpa y cargo. La Justicia es otra cosa. Nunca Hammett alcanzó tan alto grado de perfección formal ni llevó tan lejos la técnica dialogada de presentación. Ned Beaumont es el arquetipo del personaje que se mueve en ese ambiente de ambigüedad moral que no excluye ni la lealtad ni el amor.
El celebérrimo Sam Spade sólo protagonizó El halcón maltés y un par de cuentos sin demasiada importancia. Es el clásico detective privado que trabaja por su cuenta, tiene de socio al efímero Archer y a Effie Perine de secretaria. Hammett no lo idealizó, le dio carnadura, cinismo y reservada sabiduría. Pragmático, escéptico, portador de un código personal que no le impide andar con la mujer de su socio y acostarse con la misma cliente a la que finalmente entregará, Spade es insensible y eficaz, el duro por antonomasia que sabe cómo tratar a esa comparsa de malvados y desdichados. Sólo Effie lo conoce a fondo, y le da miedo.
El último detective de Hammett, el atildado y mundano Nick Charles, protagonista de El hombre flaco, está recién retirado, en pareja con Nora y de paso por Nueva York cuando el problema lo alcanza. Así, en tono de comedia de enredos, se pasa la novela bebiendo cócteles y hablando por teléfono mientras resuelve el caso del inhallable thin man al estilo del detective amateur del policial clásico. Si Bogart fue Spade, el blando Dick Powell fue Charles. El detective amateur, famoso y adinerado paseando por Manhattan cierra la parábola abierta por el anónimo laburante a sueldo que se revolcaba a los tiros en los arrabales de San Francisco.
Después del Gordo, Spade, Beaumont y Nick, sólo cabía el silencio. Y así fue.
 
Tomado de Página 12

  • Juan Sasturain
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