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Ha sido una puntual costumbre de los últimos gobiernos, y el actual no hace la excepción, presentar a conocimiento de la Asamblea Legislativa distintos proyectos o “paquetes” de reforma tributaria. Esta práctica evidencia, en sí misma, que los efectos de estas reformas no suelen ser duraderos, sino que se limitan a unos pocos años. No es sólo un problema del limitado alcance de esas reformas, sino que, evidentemente, las mismas no logran superar las deficiencias estructurales del sistema tributario costarricense; de ahí que se propongan con tanta periodicidad.
Con el propósito de valorar y tomar una posición fundamentada sobre el paquete de reformas propuesto por la actual administración, presentamos los siguientes lineamientos y criterios de valoración, los cuales pretenden servir de guía para el estudio sistemático de las propuestas de reforma. En sendos artículos posteriores nos referiremos en detalle a la proyecto de ley que el Ministerio de Hacienda hará público el próximo 17 de enero.
Breve caracterización de la situación tributaria en Costa Rica
De manera sucinta, y como punto de partida, podemos caracterizar la actual situación tributaria costarricense de la siguiente manera:
Una carga tributaria baja y claramente insuficiente (cercana al 13.5% del PIB), lo que limita considerablemente la pretensión de que el Estado pueda ofrecer servicios y bienes públicos de calidad y con una amplia cobertura.
Una estructura tributaria que incluso los más optimistas consideran “moderadamente regresiva”, al menos si nos comparamos con el resto de países centroamericanos; y basada fundamentalmente en impuestos indirectos (70% del total recaudado). Además, una parte significativa de los muy modestos impuestos directos (sobre la renta y al patrimonio) son aportados por los asalariados del sector formal de la economía, con amplias exenciones y exoneraciones para los sectores empresariales más dinámicos y rentables.
Una evasión fiscal de cuantiosas proporciones, tanto en el impuesto sobre las ventas como en el impuesto sobre la renta (renta empresarial, especialmente), que ronda los ¢500 000 millones anuales (según cálculos de la Contraloría General de la República).
Una administración tributaria que ha logrado algunos avances en los últimos años (profesionalización del personal, fortalecimiento institucional, mayor control y fiscalización, aumento en las declaraciones electrónicas); pero que todavía mantiene importantes limitaciones (alta evasión, grandes deudas morosas acumuladas o prescritas, fallas evidentes en el régimen sancionatorio, atrasos “calculados” en el pago de impuestos, etc.).
Una legislación tributaria sumamente generosa con ciertos sectores económicos (“guerra de incentivos fiscales”), dedicada a favorecer el turismo, las exportaciones no tradicionales, incluyendo la maquila; con amplias o totales exoneraciones, no solo de aranceles, sino también del impuesto sobre la renta, de los impuestos municipales y sobre los activos.
Una política tributaria, y fiscal en general, que enfrenta hoy el siguiente dilema: a) al tiempo que tiende a debilitarse la generación de recursos tributarios debido a la reducción de aranceles (reducción del arancel externo común en el seno del MERCOMUN, ajustes estructurales y apertura comercial, ingreso al GATT/OMC, y suscripción de TLC) y a las amplias exenciones y exoneraciones para atraer inversión extranjera y aumentar las exportaciones; b) por otro lado se requiere aumentar los recursos públicos disponibles para favorecer el avance de una mayor competitividad con equidad social y desarrollo humano. Esta tensión también involucra la demanda (incluso exigencia por parte de los organismos financieros internacionales y las calificadoras de riego país) de una mínima estabilidad macroeconómica, para la cual un déficit fiscal reducido es considerado uno de sus elementos centrales.
Principios normativos para una reforma tributaria que podamos respaldar
Ante un panorama como el descrito, creemos que el norte de una reforma tributaria en Costa Rica debería guiarse por los siguientes principios o criterios de orientación:
El primer principio para la evaluación de cualquier reforma tributaria consiste en un imperativo ético: enfrentar radicalmente el grave problema de la evasión. Con esto no queremos decir que basta con “cobrar bien los impuestos existentes”, ya que muy posiblemente, el logro de ese objetivo presupone (entre otros aspectos) cambios sustanciales en la legislación tributaria que hagan posible enfrentar con éxito las muchas deficiencias legales y administrativas que permiten, facilitan o incluso promueven la evasión.
En segundo lugar, la reforma tributaria que apoyaríamos no puede agravar las inequidades de la actual estructura tributaria. Por ello, la misma debe tener como claro efecto, una mayor progresividad en esa estructura (“que los ricos paguen como ricos y los pobres como pobres”). No es necesario que cada propuesta individualmente tenga este efecto progresivo, pero ese sí debe ser el resultado de la propuesta en su conjunto. Además, hay que tener en cuenta que esta progresividad debe evaluarse para la política fiscal en general, y no solo para la política tributaria, aisladamente considerada.
En tercer lugar, la propuesta debe ser transparente. Esto significa que la ciudadanía debe tener acceso a la información básica, a las justificaciones y a los estudios que la fundamentan: ¿cuánto se espera recaudar en cada tipo de impuesto?, ¿cuáles son los efectos previsibles sobre la inflación y sobre la actividad económica?, ¿quiénes van a ser exentos o exonerados (gastos tributarios)?, ¿qué deducciones, créditos o tasas preferenciales se contemplan? Evidentemente, esta transparencia es necesaria para poder valorar la propuesta en función de los dos principios anteriores (combate a la evasión y equidad –vertical y horizontal).
Como parte de esta transparencia, el Gobierno debe ser claro en sus metas de recaudación: metas claras de mayor progresividad deben indicar cómo cambiará la actual estructura tributaria con la propuesta de reforma. Igualmente, metas claras en cuanto a evasión, eficiencia y recaudación.
En quinto lugar, la reforma tributaria debería atacar de manera integral los problemas tributarios arriba mencionados. Lo mejor sería no seguir “poniendo parches”, sino resolver los problemas estructurales que explican la existencia de tales problemas (la baja carga tributaria, la evasión, la inequidad tributaria, la baja elasticidad ingreso de los impuestos, etc.)
No obstante, y dado que una solución integral podría requerir un aumento significativo en la carga tributaria (de hasta cinco o seis puntos porcentuales del PIB), este aumento debe ser gradual, por ejemplo, al menos un punto porcentual del PIB por año, durante un plazo de cinco o seis años.
Por último, consideramos imprescindible que el gobierno se comprometa abiertamente ante la ciudadanía, a explicar cómo piensa utilizar los nuevos recursos tributarios. Creemos que estos deberían tener como prioridad la mejora en la educación, la salud, la seguridad ciudadana y la infraestructura. No sería ético que el gobierno reclame nuevos impuestos justificándolos para subsanar este tipo de demandas y luego los utilice en otros usos, como sufragar las pérdidas del Banco Central o el pago de intereses de la deuda interna. La transparencia también tiene que abarcar este campo de compromisos y responsabilidades.
En nuestros siguientes comentarios veremos si la actual propuesta de reforma tributaria del Gobierno cumple con estos y otros criterios que consideramos pertinentes.
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