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Una creciente crispación caracteriza el ambiente político de Estados Unidos, luego de unos resultados electorales que empujaron el Congreso hacia una derecha más extrema, mientras el atentado contra la representante demócrata por el estado de Arizona, Gabrielle Giffords, el pasado 8 de enero, elevó lo que hasta ahora era una violencia verbal a otros niveles de agresión política.
“Hemos diagnosticado el problema…, ayúdanos a dar con la solución”, sugería una publicidad promovida por la candidata republicana a la vicepresidencia del país en las elecciones pasadas y hoy líder del movimiento ultraconservador Tea Party, Sarah Palin.
En la propaganda, 20 candidatos demócratas en las elecciones parlamentarias de noviembre pasado, identificados como el “problema”, aparecían enmarcados en una diana que, al parecer, fue tomada en serio por lo menos por Jared Lee Loughner, un joven de 22 años, autor del atentado que acabó con la vida de 6 personas e hirió a otras 14, incluyendo a la congresista Giffords.
¿Culpa del Tea Party?
El debate no se hizo esperar. ¿Era el Tea Party -ese pintoresco grupo ultraconservador, con su lenguaje provocador y agresivo- el responsable de los atentados?
El presidente Barack Obama pidió bajar el tono del debate político, mientras intentaba desarmar el escenario que parece ir llevando al país a una creciente polarización.
Ante 14.000 personas en el centro McKale de la Universidad de Arizona, el miércoles pasado, Obama insistió en que no se sabe todavía qué desencadenó la tragedia, pero pidió no usarla para volverse los «unos contra los otros».
Sin embargo, cinco días después del ataque en la ciudad de Tucson, Palin rechazó las acusaciones en su contra, y afirmó que «después de esta tragedia impactante, escuché en un primer momento perpleja, luego con preocupación y después con tristeza, las declaraciones irresponsables de personas que intentan responsabilizarme de este acontecimiento. Los actos criminales monstruosos se sustentan por sí mismos, empiezan y terminan en los criminales que los cometen”, estimó la líder del Tea Party.
Palin defendió también su actitud durante la campaña electoral, que le parece enmarcada dentro de los derechos de libertad de expresión que consagra la constitución de Estados Unidos. El mapa con dianas sobre algunos candidatos, frases como «no hay que replegarse sino recargar las armas», o la propuesta de “cazar a este tipo como si fuera un talibán» -refiriéndose al fundador de Wikileaks, Julian Assange-, son parte de esa campaña.
La matanza de Tucson “sorprendió al país en medio de un profundo cambio político”, escribió el corresponsal en Washington del diario español El País, Antonio Caño, que recoge también algunas características de lo que, en Estados Unidos, se estima una posición conservadora: Loughner parecía compartir con el Tea Party “la paranoia sobre la persecución del que se creen víctimas de parte del Estado”. En algunos de sus escritos en Internet, agrega: “se había referido al Gobierno como un instrumento de lavado de cerebros y de aniquilación del individuo. Las mismas historias que se han escuchado desde hace tiempo en los mítines del Tea Party”.
Caño recuerda que “el propio rival de Giffords, Jesse Kelly, a quien ganó por un margen muy estrecho, realizaba recolecciones de fondos en sesiones de tiro con fusiles M-16 y posaba constantemente en ropas militares en sus anuncios”. No solo con ropas militares, sino portando un fusil M-16, como se podía ver en grandes carteles públicos durante la campaña electoral de noviembre pasado.
Es la misma retórica que justifica el derecho de los ciudadanos de portar armas, un tema particularmente sensible para los “conservadores”, en un país donde las posiciones políticas se definen más por ese tipo de problemas que por las grandes alternativas económicas. En todo caso, en los dos partidos en que se divide la política norteamericana se pueden encontrar, mezclados, partidarios de posiciones “conservadoras” o “liberales”, los dos mundos en que dividen las opciones políticas.
En todo caso, es una posición que la misma Giffords defendía, aunque en otras materias – como la reforma del sector salud, o la ley contra la inmigración en su estado de Arizona – se alineó con las propuestas del presidente Obama.
Pese a la advertencia lanzada por Obama y por otros funcionarios, el clima de crispación no parece ceder y se destacaba que, desde el sábado pasado, “las ventas de armas se han disparado en el estado, en particular las de los cargadores de mayor capacidad, como el que usó Loughner”.
Quien era Gabrielle Giffords
Gabrierlle Giffords se había destacado por la defensa de la ley de sanidad impulsada por el presidente Obama. También sostenía que el nuevo Congreso, dominado por los republicanos, ha transformado en uno de sus principales objetivos políticos.
Pero también se caracterizó por la defensa de los derechos de los trabajadores extranjeros en Arizona, un estado en el que se pretende declarar como delito la inmigración ilegal. Es decir, “la congresista demócrata ha defendido causas que le han valido la condena de sus opositores más extremistas, empezando por el Tea Party, el ala ultraconservadora de los republicanos”, según los analistas.
Esto fue lo que la transformó en objeto de los ataques de Palin, en cuyas páginas de Internet podía verse su rostro enmarcado por una diana, identificada como aspirante a un escaño demócrata particularmente vulnerable, a la que debía atacarse. Al final, como se sabe, derrotó por un margen estrecho a su rival republicano.
Pero nada de eso la hacía una representante de los sectores más radicales del partido Demócrata. De hecho una de las descripciones de su ubicación política la define como una “ferviente defensora de la reforma migratoria; partidaria de la investigación con células madre; favorable a las energías limpias y alternativas, Giffords es miembro del ala más moderada y a la derecha del Partido Demócrata, también conocida como blue dogs -perros azules- o nuevos demócratas”.
La ofensiva conservadora
El atentado coincidió con la ofensiva conservadora en el Congreso, después del triunfo arrasador en noviembre pasado de los republicanos, cuando ganaron 63 nuevos escaños, lo que les permitió revertir la mayoría demócrata en la Cámara, donde ahora cuentan con 242 representantes, frente a solo 193 demócratas, aunque no tienen mayoría en el Senado.
“El Congreso que ayer se puso en marcha es el más conservador de la historia de este país y uno de los más inexpertos. Ambas cualidades sumadas, lo convierten en uno de los más impredecibles”, dijo el corresponsal de El País, al comentar el inicio de la nueva legislatura.
Un arranque que empezó con la lectura completa de la corta constitución estadounidense, como una forma de reivindicar principios que, según los republicanos, Obama está violando. Un acto que se transformó, por sí solo, en un nuevo ejemplo de ese radicalismo que encrespa el ambiente político del país.
Es imposible analizar todos estos acontecimientos sin una referencia a la crisis económica por la que atraviesa Estados Unidos, cuyas dimensiones van mucho más allá de lo estrictamente financiero.
En el aspecto social se estima que 25 millones de personas están desempleadas o subempleadas; uno de cada siete norteamericanos -alrededor de 44 millones de personas- vive en la pobreza.
Un reciente artículo del columnista Nicholas Kristof, del New York Times, recuerda que “los directivos de las mayores empresas norteamericanas ganaban una media de 42 veces más que el trabajador medio en 1980, y 531 veces más en 2001. Quizás la estadística más asombrosa es esta: entre 1980 y 2005, más de cuatro quintos del aumento total de las rentas norteamericanas fueron a parar al 1% más rico”.
Esto, sumado a un déficit persistente en la balanza comercial y en las cuentas públicas, ha sumergido a Estados Unidos ante la realidad de la declinación de su papel en el escenario internacional y aumentado la incertidumbre de sus habitantes, los cuales contribuyen a alimentar el radicalismo del discurso político.
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