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El 18 de enero del presente Perú entero celebró el centenario de José María Arguedas, una de las más grandes figuras de la literatura americana.
Nacido en 1911 en Andahuaylas, un entonces olvidado rincón del país enclavado en el Trapecio Andino, tuvo una vida compleja y azarosa, pero extraordinariamente rica en producción intelectual y creación artística. Su muerte -por mano propia- ocurrida en diciembre de 1969 dejó un inmenso vacío en nuestra cultura y privó a los peruanos de un aporte muy rico al pensamiento nacional. Arguedas fue antropólogo y etnólogo, docente universitario, folklorista, escritor, poeta y músico. Y vivió entrañablemente los retos de la peruanidad entendida como la asimilación profunda de la cultura originaria, enriquecida por el acervo del aporte externo. El, como Mariátegui no llegó a la comprensión, al entendimiento del valor y el sentido de lo indígena por el camino de la erudición libresca, la intuición estética, o la especulación teórica, sino por su propia experiencia de vida.
Como se sabe, su padre -un juez de paz- optó por sacarlo de su lugar de nacimiento para insertarlo en otra localidad de la serranía -San Juan de Lucanas- donde vivió los años de su infancia acogido tiernamente por familias lugareñas que lo criaron a su modo trasmitiéndole los elementos más definidos de la cultura nativa.
Ya adolescente estudió en la Gran Unidad Escolar San Luis Gonzaga, de Ica, y luego ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde afirmó en su mayor dimensión su verdadera vocación intelectual.
Algunos han asegurado que en esa época, cuando tenía algo más de veinte años, se vinculó al Partido Comunista entonces naciente, pero que se apartó de él porque hubo quienes le enrostraron un acendrado “indigenismo”. Aunque no hay nada documentado en la materia, es posible que eso haya ocurrido. Entre 1930 y 1935, a la muerte de Mariátegui, se apoderó transitoriamente del núcleo dirigente del Partido en ese entonces una fuerte deformación estrecha y sectaria que consideró a los intelectuales como “deformaciones de la cultura burguesa” y “traidores en potencia”. Fue, por cierto, ése el aporte de Eudocio Rabines a las concepciones partidarias.
Fue, sin embargo, muy corto ese periodo. Y la vida confirma que después de él, en 1937, Arguedas seguía militando en las vertientes más avanzadas del movimiento estudiantil universitario.
Integró, en efecto, el Grupo Rojo Vanguardia, que en 1937 respondió aguerridamente a la provocación del régimen de entonces -el Mariscal Oscar R. Benavides- echando a la pileta del Patio de Derecho de la Universidad de San Marcos al general Camarotta, el oficial italiano que había llegado al país enviado por Mussolini para “reorganizar” la policía peruana.
Como se recuerda, por lo menos dos de quienes participaron en esa acción, cayeron luego en manos de la policía: Manuel Moreno Jimeno y José María Arguedas. Y un tercero -Genaro Carnero Checa- pudo huir del país para preservar su libertad.
Los detenidos fueron flagelados bestialmente por la policía de entonces y recluidos en el Cuartel más siniestro de la época: “El Sexto”, donde sufrieron execrables vejámenes. Precisamente “El Sexto” se denominó una de las primeras obras de Arguedas, que marcó un hito para los jóvenes de entonces y de posteriores generaciones.
Quienes sufrieron en carne propia esas afrentas no perseveraron en la vida militante al salir de la cárcel. Pero mantuvieron -en ambos casos y hasta el fin- sus convicciones esenciales y una norma de conducta política que aún constituye un ejemplo de firmeza y consecuencia.
De la pluma de Arguedas salieron diversas obras. “La agonía de Rasu Ñiti”, “Agua”, “Yawar Fiesta”, “Warma Kuyay”, “Diamantes y pedernales”, “los ríos profundos”, “todas las sangres” y “el Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo” En todas ellas al autor mostró lo mismo: un conocimiento verdadero de la realidad, un profundo amor por el Perú, una ternura extrema y una visión solidaria que lo convirtió en figura emblemática para los más necesitados, los oprimidos, los excluidos y los marginados.
Una buena parte de su obra despertó polémica. Sus críticos, le enrostraron injustamente una visión pesimista y negativa de la realidad. Se le achacó el pretender “volver al pasado” por su empeñoso culto al pensamiento indígena y en el extremo, Mario Vargas Llosa calificó su visión como una “utopía arcaica”.
Ninguna de esas apreciaciones puede hoy considerarse justa. Arguedas no pretendió retrotraer la historia, sino consolidar la conciencia nacional. No buscó restaurar el dominio inca, sino afirmar el aporte nativo a la cultura peruana. No quiso negar lo avanzado, sino orientarlo para que supiera recoger la simiente verdadera. Y es que para él, como para Mariátegui, el ideal no fue el Perú colonial, ni el Perú incaico, sino un Perú integral.
Por eso se dice que su obra más trascendente fue “Todas las sangres”, una novela muy rica en descripciones, imágenes, belleza expresiva y dominio de la realidad. En ella, todos sus personajes representan un solo mensaje: el surgimiento y desarrollo de una conciencia nacional ligada a los grandes valores de la especie humana. Nada lo que en sus páginas fluye puede ser considerado distante y contrario al amor, la solidaridad y la comprensión. Por el contrario, todo su mensaje trasunta una generosidad sin límite y una ternura excepcional.
Es cierto que eso no ha sido considerado por las autoridades peruanas. El Presidente García desestimó el pedido hecho desde distintos segmentos de la sociedad civil para que el 2011 sea considerado “Año del centenario de José María Arguedas”. No debería sorprender el hecho. Históricamente hubo distancia siempre entre el escritor andahuaylino, y el Partido de Haya de la Torre. Y los apristas suelen guardar y acumular rencores.
Como una mofa cruel a la memoria de Arguedas, García resolvió rendir homenaje más bien a Hiram Bingham, el controvertido “descubridor” de la ciudadela de Macchupicchu. Repudiando el hecho, Pilar Roca, especialista en temas de antropología, aseguró: “Bingham, antropólogo de la universidad de Yale no descubrió Machupicchu pues siempre estuvo allí y su emplazamiento era conocido por las familias Recharte y Álvarez, por ser propietarios o conductores de los predios que se situaban dentro de sistema fluvial del río Urubamba. Con ayuda del Estado Peruano, la Universidad de Yale y la National Geografic, el explorador yanqui inició los estudios arqueológicos y de investigación que terminaron de limpiar la ciudadela utilizando el subterfugio de dedicarlos a la ciencia y logrando el aval del gobierno peruano para su virtual saqueo. Las piezas fueron trasladadas a la Universidad de Yale, en condición de préstamo, pero quedaron ilícitamente retenidas en dicha sede por más de 100 años”.
Contrariando la decisión del gobierno central, y en un gesto inusitado, 8 gobiernos regionales resolvieron denominar al año que se inicia con el nombre de este escritor emblemático del Perú de hoy y de siempre.
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