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Sobrevivió al nazismo, al stalinismo y al escepticismo. Su obra y su vida están atravesadas por algunos de los hechos más dolorosos del siglo XX. Sus poemas acompasan con naturalidad la política y la intimidad. Y el Premio Nobel que le dieron en 1996 –el segundo a Polonia tras la guerra, luego del de Czeslaw Milosz en 1980– fue un reconocimiento no sólo a su trabajo, sino que parece honrar también a un país que se vale de la poesía para expresar sus tragedias, sus dolores y sus escasas alegrías. La edición de una Poesía no completa con introducción de Elena Poniatowska permite volver sobre la sobria y deslumbrante Wislawa Szymborska.
La mujer debe andar por los ochenta y siete. Escribo la mujer y no la anciana. No escribo anciana por diplomacia políticamente correcta hacia la edad “avanzada”.
Tampoco con la intención de reivindicar “la eterna juventud”. La mujer no lo disculparía. Tiene la edad que tiene. Ha vivido lo que ha vivido y en sus poemas siempre deja clara una conciencia de su historicidad. Ha vivido acontecimientos sociales dolorosos. De lo personal, como lo amoroso, prefiere no hablar: que se lean sus poemas si se quiere saber de ella. En “Amor feliz” escribe: “Un amor feliz. ¿Es normal,/ serio, útil?/ ¿Qué saca el mundo de dos personas/ que no ven el mundo?// Un amor feliz. ¿Es necesario?// El tacto y el sentido común nos obligan a callar al respecto/ como si de un escándalo en las altas esferas de la vida se tratara.// Que la gente que no conoce un amor feliz/ afirme que no existe un amor feliz en ningún sitio.// Con esta creencia les será más llevadero vivir y también morir”. En sus últimas fotos tiene una mirada dulce y penetrante, una sonrisa suave. Es la expresión de alguien que pregunta, busca respuestas que a veces no encuentra y, no obstante, no pierde una capacidad de comprensión. Si la existencia fuera una materia posible de aprender, con seguridad uno la elegiría como la maestra más sabia. La mujer se llama Wislawa Szymborska, la Szymborska, como la llaman muchos, y en 1996 fue galardonada con el Premio Nobel. “Una catástrofe”, reflexionó ella. “Más llamados que atender, más cartas que escribir, la invasión de desconocidos”. Porque la Szymborska no le teme a la soledad: la elige.
Y si se observa de nuevo su mirada, uno comprobará que no finge ni miente. Cuando los periodistas irrumpieron en su departamento en Cracovia, el departamento en que ha vivido casi toda su vida en la ciudad donde también pasó toda su vida, los recibió con galletitas, café y coñac. También con coñac, pero a solas, contó, brindó cuando supo de la caída del Muro que fue, al comienzo una alegría y más tarde una decepción: el capitalismo tampoco la convencía. Los periodistas buscaban arrinconarla con preguntas, pero la Szymborska se las ingeniaba para responderlas con un filo delicado y, como contragolpe sutil, les devolvía sus preguntas. Quería saber si el reportero, por ejemplo, había hecho el servicio militar, si estaba casado, cómo era su vida. Y de esta forma, como en un judo invisible, aprovechaba la fuerza del contrario, lo daba vuelta, pero no era su intención ni zafar ni burlarse del otro: a ella siempre le preocuparon más los otros, el otro, y este gesto es típico de su poesía. Se dice que la poesía, especialmente desde el romanticismo hasta acá, constituye una de las expresiones máximas del individualismo, el despliegue de las plumas de pavo real. Sin embargo ella, la Szymborska, nada que ver. Más bien, la suya es una poética de mujer realista. La Szymborska ha escrito: “Morir lo necesario, sin exagerar. / Crecer lo necesario, de lo que se ha salvado. Sabemos dividirnos, es verdad, también nosotros./ Pero sólo en cuerpo y susurro interrumpido./ En cuerpo y poesía.// El precipicio no nos corta en dos. El precipicio nos rodea”.
Hace semanas que entro y salgo de su Poesía no completa, la hermosa y cuidada compilación de siete de sus libros de poemas más algunos posteriores a fines de los ’90. Lo he leído ichineando. Y también cronológicamente. Después, en sentido contrario. Subrayo, anoto. Y no paro de sentirme redundante en los apuntes que tomo. Cuando uno se encuentra con una poesía mayor es retórica toda anotación. Nada se puede agregar a lo que el poema ya dice. Y éste es el rasgo que define una poesía como única. Es sabido también que no se puede leer poesía como se lee narrativa. Lejos del vértigo de un rally, un buen poema obliga a detenerse, meditar las palabras, pensar en su significado, pensar, por ejemplo, por qué el poeta eligió una palabra y no otra, qué nos quiso decir. Podría pensarse que ensalzar la poesía en lugar de la narrativa implica una distinción de categorías. La poesía no es superior ni inferior, mejor ni peor. Es otra cosa. Está más cerca del pensamiento que del velocímetro. Y no es necesario ser Paul Virilio para ratificar que la velocidad implica el aniquilamiento, la destrucción masiva y allá vamos. En su discurso de recepción del Nobel la Szymborska leyó: “El poeta contemporáneo es escéptico y desconfía incluso de sí mismo. Con desgano confiesa públicamente que es poeta como si se tratara de algo vergonzoso. En estos tiempos bulliciosos es más fácil que admitamos los vicios propios, con tal de causar efectos fuertes; mucho más difícil es reconocer las virtudes, ya que están escondidas más profundamente, y hasta uno mismo no cree tanto en ellas. En las encuestas o en los encuentros con amigos ocasionales, cuando el poeta se ve forzado a definir su profesión, acude al término genérico ‘escritor’ o al de alguna otra profesión que adicionalmente ejerza. El empleado público o los eventuales compañeros de viaje reciben con cierta perplejidad e inquietud la noticia de que están tratando con un poeta. Sospecho que los filósofos también producen semejante inquietud. No obstante, ellos se encuentran en mejor situación, ya que generalmente pueden adornar su profesión con algún grado académico. Profesor de Filosofía –ya suena mucho más serio–. No existen profesores de poesía, lo que haría suponer que esta actividad requiere de estudios especializados, exámenes presentados en fechas precisas, disertaciones teóricas rematadas con bibliografía y notas y, finalmente, los diplomas recibidos con solemnidad. Todo esto, a su vez, significaría que para graduarse de poeta no bastarían las hojas de papel, aun cuando estuvieran llenas de excelentes versos, sino que se necesitaría, sobre todo, un papel con sello y firma. Recordemos que justamente ésta fue la razón por la que condenaron al destierro a Josef Brodsky, orgullo de la poesía rusa, quien más tarde fue galardonado con el Premio Nobel. A Brodsky se le clasificó como ‘parásito’, por no contar con un certificado oficial que le permitiera ser poeta… Hace un par de años tuve el honor y la alegría de conocerlo en persona. Me di cuenta de que solamente a él, entre todos los poetas que he conocido, le gustaba llamarse a sí mismo ‘poeta’; pronunciaba esta palabra sin conflictos internos y hasta con cierta desafiante desenvoltura. Pienso que se debía al recuerdo de las violentas humillaciones que sufrió en su juventud. En países más dichosos, donde la dignidad humana no es transgredida tan fácilmente, los poetas, obviamente, quieren ser publicados, leídos y entendidos, pero ya no hacen nada o casi nada en su vida cotidiana para destacar entre la gente. Sin embargo, hace poco, en las primeras décadas de nuestro siglo, a los poetas les gustaba escandalizar con su ropa extravagante y con un comportamiento excéntrico. Aquellos no eran más que espectáculos para el público, ya que siempre tenía que llegar el momento en que el poeta cerraba la puerta, se quitaba toda esa parafernalia: capas y oropeles, y se detenía en el silencio, en espera de sí mismo frente a una hoja de papel en blanco, que en el fondo es lo único que importa”. Traducido en términos poéticos, en “Miedo escénico”, escribió: “Poetas y escritores. Porque así es como se dice: Los poetas entonces no son escritores sino qué. // Al poeta la poesía, al escritor la prosa. // En la prosa puede haber de todo, hasta poesía, // en la poesía tiene que haber sólo poesía”. Esta declaración, que suena un tanto a grito de guerra y que puede ser rebatida por prosas de Virginia Woolf o William Faulkner, tiene no obstante un sentido y es la cuestión nacional. La poesía polaca dispone de una historia que la justifica, una historia que no presentan otros países europeos.
El crítico Jaroslav Klejnocki desarrolla una explicación: “La poesía es un componente muy importante de la literatura polaca desde hace, al menos, doscientos años. Desde la pérdida de la independencia en 1795, cuando la nación polaca perdió su Estado y sus instituciones, fue la poesía durante más de un siglo, hasta la recuperación de la independencia en 1918, el vehículo más importante de la identidad nacional. Fue la poesía el instrumento que mantuvo la conciencia cívica de los polacos, dándoles apoyo en los momentos más dramáticos de su historia. El poeta goza en Polonia de una estima muy especial, esperándose de él un escrito “serio”. No es arriesgado afirmar que aun cuando el poeta bromea, lo hace sobre temas importantes: cívicos, sociales o existenciales. La lírica de pura diversión es tratada en ese país con cierta reserva. Se puede decir que los polacos respetan a sus prosistas, pero aman a sus poetas, y esperan de ellos un mensaje importante. El destacado puesto de la poesía en la cultura es un rasgo muy polaco, atribuible a los condicionamientos históricos. Alguien ha dicho que la diferencia entre la literatura francesa y la polaca se ve en el hecho de que en Francia se editan anualmente 300 novelas y 30 tomos de poesía, mientras que en Polonia esto es a la inversa. Los polacos desde siempre han recurrido a la poesía para expresar sus emociones. Jan Blonski, decano de los críticos literarios polacos, dice que “la literatura contemporánea polaca se debe a la poesía”.
En los últimos veinte años tuvieron lugar dos acontecimientos de gran significación para las letras polacas. El primero fue la concesión del Premio Nobel a Czeslaw Milosz en 1980, el segundo la misma distinción a Wislawa Szymborska en 1996. Los dos premios concedidos a poetas parecen confirmar la importancia de la lírica a orillas del Vístula. Sobre todo el hecho de que los laureados no hayan dejado la pluma y sigan estando presentes en las letras nacionales. Así, al menos se puede interpretar el significado del premio para Szymborska (sin olvidar que el laurel expresa admiración a la creación personal de la escritora). El premio de Milosz ha tenido una dimensión adicional, ya que coincidió con trascendentales acontecimientos políticos. Después de la Segunda Guerra Mundial Polonia se encontró dentro de la órbita soviética; todo el quehacer cultural estaba sometido al dictado comunista. La oposición, tanto política como literaria, funcionaba en la emigración, sobre todo en Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia desde 1945, es decir desde el comienzo mismo de la división de Europa y la Guerra Fría. La oposición en el país tardó más en organizarse y se hizo presente a mediados de los ’70, encontrándose con una dura represión por parte del régimen comunista. En agosto de 1980, coincidiendo con una ola de protestas sociales con favorables circunstancias políticas (el pontificado de Juan Pablo II, el deshielo Este-Oeste y la intervención soviética en Afganistán), tuvo lugar la creación del sindicato independiente Solidaridad y un relajamiento general del control del Estado sobre la vida cultural del país. El Premio Nobel para Milosz, quien desde 1951 vivía en la inmigración y estaba terminantemente prohibido en Polonia, vino a reforzar las aspiraciones de libertad de los escritores polacos. Es cierto que en diciembre de 1981 el poder comunista puso coto a este festival de libertad implantando la ley marcial, pero la simiente de la libertad ya estaba echada. El conflicto político entre la sociedad y el poder se solucionó vía negociaciones y en 1989 Polonia pudo retornar a la familia de los países democráticos. Todos estos acontecimientos, año y medio de relativa libertad después de la noche de la ley marcial y, finalmente, la gran transición de finales de los ochenta, con la caída de todo el bloque comunista, marcaron claramente la poesía contemporánea polaca. Esta tiene la posibilidad de reaccionar con mayor rapidez a los acontecimientos corrientes, aunque su naturaleza misma conlleva silencio, sutileza y subjetividad. Y éstos son los polos de la poesía contemporánea polaca en la última veintena del siglo XX.
Szymborska no es ajena a esta historia. Y lo reconoce: “Somos hijos de la época/La época es política.// Todos tus asuntos, los nuestros, los vuestros,/ asuntos diurnos, asuntos nocturnos/ son asuntos políticos”. Lo dice de manera directa, frontal, sin retórica ni amaneramiento: “Caminando por el bosque, por la selva/ son políticos tus pasos/ sobre un fundamento político”. Quizá conviene recordar que la historia de su país, y la personal –ambas inseparables– han sido invadidas, masacradas y encajonadas por dos figuras temibles: Hitler, primero, Stalin después. Hay que tener en cuenta también que decir Polonia es nombrar Auschwitz-Birkenau y Treblinka. En el prólogo a esta compilación Elena Poniatowska señala que la Szymborska tenía diecinueve años cuando estudiaba Letras en la Universidad Jagellona y era testigo del exterminio: “En vagones sellados/ van los nombres del país,/ ¿hasta dónde irán así, bajarán alguna vez?/ no pregunten, no lo diré, no lo sé. // Así es. Por el bosque va un transporte de gritos/ Así es. Despertada en la noche, oigo,/ eso es, el retumbar del silencio en el silencio”. No hay que pedirle a la Szymborska que eche paños fríos sobre la cuestión religiosa. Por si no queda clara su relación con Dios, allí está el poema “Noche”, un cuestionamiento, si se quiere, a la fe kierkegaardiana: Isaac es encarnado en una niña que increpa al padre que la sacrificará como prueba de su fe: “Dios finge/ que entró volando sin querer/ que no, que para nada es aquí,/ y luego se lleva a papá hasta la cocina/ para ponerse de acuerdo;/ desde una gran trompa le sopla al oído./ Y cuando mañana, apenas amanezca, papá me lleve consigo,/ iré, iré/ negra de odio”.
Las tragedias sociales, los males que se suponía serían desterrados en el siglo XX (el hambre, la guerra), son sus preocupaciones solitarias y a la vez solidarias. Una poesía suya puede tanto evocar Kosovo como captar un terrorista que espera el estallido del artefacto explosivo que termina de instalar.
Después de un período inicial influido por el realismo socialista (la Szymborska relega su poesía anterior a 1945 y rescata de entonces unos pocos versos), su poesía adquirió un vuelo más libre, una independencia que le ha permitido jugar a su antojo con personajes bíblicos, homéricos y la mitología. En cada oportunidad, el juego no es nunca inocente ni ignorante de sus efectos. En este punto, conviene detenerse: la Szymborska suele repetir el “no sé” socrático tal como lo ha formulado al recibir el Nobel. Lo ha repetido en Estocolmo, en entrevistas y en su poesía. Ese “no sé” en el que subyace una interrogación punzante se lee en su mirada desde sus fotos juveniles en las que se la ve espigada, pícara, asumiendo alguna pose intelectual que, con su cigarrillo humeante y esos anteojos redondos tiene bastante de parodia de sí, de no tomarse demasiado en serio. Vuelvo a fijarme una y otra vez en la foto de tapa de la edición azul de Obra incompleta. Me está mirando. Y me gusta que lo haga porque en esa mirada contagia la interrogación que, para ella, es condición de ser de su escritura. Me descoloca, me cuestiona, me enfrenta, como a todo lector, conmigo mismo.
Uno podría etiquetarla cómodamente como poeta “comprometida”, pero sería un facilismo. Existencialista, en todo caso. “Cuatro mil millones de seres en esta tierra/ y mi imaginación sigue siendo la misma. // A una llamada atronadora, respondo con un susurro./ Cuando callo, no lo diré nunca. Ratón a los pies de la montaña madre./ La vida dura unos cuantos rasguños en la arena.”
Su actividad en el periodismo cultural fue, a lo largo de años, uno de sus trabajos principales. Fue editora de poesía y también crítica de libros. Sus reseñas fueron reunidas bajo el título Lecturas optativas. Este dato indica una relación experta con el lenguaje. Si su primer poema publicado se tituló “Busco la palabra”, uno de sus últimos es “Las tres palabras más extrañas”: “Cuando pronuncio la palabra Futuro/ la primera sílaba pertenece ya al pasado.// Cuando pronuncio la palabra Silencio,/ lo destruyo.// Cuando pronuncio la palabra Nada,/ creo algo que no cabe en ninguna no-existencia”.
Tomado de Radar.
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