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Con el más reciente tropiezo de la libertad de palabra, puede ser que en la Universidad vengan tiempos de discusión. Es probable. De cualquier forma, aprovecho para adelantar una pequeña colaboración.
La libertad de palabra valdría muy poco si no comprendiera también un respeto estricto a la justeza de lo dicho. De lo contrario, alguien podría decir que se dijo lo que no se dijo, tornar amarillo lo azul y requerir un malleus maleficarum que tal vez el Consejo Universitario, en nombre de los derechos humanos, quisiera aprobar y publicar para futuras cacerías.
Las grabaciones de una asamblea, por ejemplo, son un respaldo de la palabra proferida, no sólo un instrumento para la confección de las actas porque, como afirma la Oficina Jurídica: “existe la responsabilidad general derivada de las afirmaciones y aseveraciones emitidas (…) más aún esas manifestaciones estarían respaldadas por las grabaciones y las actas correspondientes” (OJ-239-99).
Ahora bien, la grabación de la asamblea 7-2008 de la Escuela de Filología fue destruida para no tener que entregarla a quienes la solicitaron con pleno derecho. Debido a lo anterior, tanto el Director como el Subdirector de esa unidad académica perdieron dos recursos de amparo interpuestos en su contra.
Sin entrar en detalles, cabe indicar que la Sala Constitucional reprochó la destrucción de la grabación e indicó que los jerarcas recurridos habían quebrantado los principios pro homine y pro libertate, “principios hermenéuticos de obligado uso en la interpretación y aplicación de las normas que involucran derechos fundamentales, y que imponen que todo derecho fundamental debe interpretarse y aplicarse siempre de la manera que más favorezca al ser humano” (resolución Nº 2009-12665).
Sería sumamente contradictorio que el principio pro libertate no pudiera ser invocado en nombre de una libertad, la de palabra, y que tampoco pudiera serlo el principio pro homine, por ser la palabra un atributo del ser humano. En cuanto a las libertades de expresión y de cátedra, de ningún modo son ajenas a la libertad de palabra. En consecuencia, no puede iniciarse una discusión sobre esas libertades pretendiendo minimizarlas. Sería mejor educar primero al Consejo Universitario acerca de lo que son esas libertades, que lanzarse a discutir sólo por terquedad, malicia o ignorancia.
Volviendo a la Escuela de Filología y a los dos recursos de amparo declarados con lugar, la Sala condenó a la Universidad y ordenó a los accionados no incurrir nuevamente en la destrucción de grabaciones solicitadas con pleno derecho. Como reacción, el tema de las grabaciones fue llevado a asamblea.
Acaso algún lector benigno suponga que, por tratarse de una reunión de filólogos, es decir, de personas que se dicen en una especial relación con el lenguaje (aunque también hay lingüistas), se apostara por defender la libertad de palabra. Pero no hubo tal cosa. La asamblea simplemente decidió no hacer más grabaciones, y no le importó que la moción fuera presentada por uno de los recurridos, el Subdirector de la Escuela (esto quiere decir que tampoco le importó la transparencia, como consta en el Acta 6-2009).
Sin grabaciones del órgano colegiado, no es necesario destruir las grabaciones solicitadas a futuro y así se cumple, aunque sea tenebrosamente, con lo impuesto a la Escuela de Filología por la Sala. Pero no resulta menos interesante la coherencia que guarda esta decisión colectiva con la propuesta que antes hiciera un lingüista, a saber: destruir las grabaciones para que no se pierdan.
Tenemos, pues, el caso de una asamblea de la Universidad donde no todos pueden ejercer la libertad de palabra, en particular si se considera el hábito, bastante generalizado en nuestro medio, de tomar la crítica como un ataque personal, por no especular aquí sobre las represalias que podría tomar la pandilla de un Director perpetuamente sedienta de descargas y cuartos de tiempo adicionales.
Esta pequeña colaboración servirá al menos para elucidar si las autoridades universitarias de verdad están interesadas en la libertad de palabra, pues no es del todo meritorio preocuparse de ella si fue ultrajada en un auditorio repleto, en las narices de La Nación y con probable resonancia internacional. Tendría mérito, en cambio, y hasta credibilidad, hacer algo en un ámbito que se cree con fuero especial y de donde incluso se va haciendo costumbre que manen vicerrectores y miembros del Consejo Universitario.
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