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Luego de estremecerme con este filme genial, recuerdo que una mayoría de los seres humanos no se formulan nunca, o rara vez – usualmente en ocasión de alguna crisis-, preguntas sobre el sentido de su vida. Pese al desprecio con que tantos se elevan sobre otras especies animales, tienden a no asumir esa conciencia reflexiva que más caracteriza y distingue al homo sapiens sapiens, y acaban siendo objetos y no sujetos de su historia.
Abundan películas que contribuyen a embotar esa conciencia ya nublada, con entretenimientos banales que estimulan sentidos y emociones como fuegos artificiales; un chispazo, una fugaz lluvia de sensaciones y, luego, silencio y oscuridad; vacío existencial.
Algunos filmes sí se enfocan con rigor en temas relevantes. Y muy pocos se atreven a meditar sobre ese sentido que, preexistente o construido por el sujeto, es crucial para que vivir no se limite solo a sobrevivir.
Sofía Coppola, cuyo “Perdidos en Tokio” nos pareció sobrevalorada, ganó el legendario Festival Internacional de Venecia con esta propuesta fina, mordaz, reveladora; impecablemente realizada e interpretada, cuya traducción literal (“En algún lugar”) prefiero por ser más amplia y sugestiva, más ambigua y no tan melosa. No he querido leer ningún comentario antes de escribir este, luego de que las notas de publicidad me mostraron una obra muy diferente a la que vi. No solo un relato sentimental, sino una bofetada al modelo vigente, un cuento subversivo que afirma que nada es lo que parece, y que desdeña esa compulsión por (tener) éxito que nos aniquila.
La anécdota sobre la relación padre hija —primero distantes, poco a poco cercanos y, finalmente, lejanos de nuevo por el ruido que rodea al hombre (el helicóptero como símbolo) — es menos relevante que el vuelo filosófico del filme. Lo que importa es el vuelo filosófico del filme. Que su fino análisis de una época y varios personajes. La sutileza con que desliza su crítica devastadora y apenas si sugiere el abismo que separa el amor espontáneo, ingenuo, cálido, de una niña por su progenitor –y este que va descubriéndolo y dándole sentido en medio de su tedio y vana gloria— con el mundo glamoroso, manipulado, frío, donde este actor célebre divaga entre el boato y la riqueza, la adulación y la lujuria, el cinismo y la tontería. Un personaje que, como el industrial de “Teorema”, es prisionero de su destino.
Él es un protagonista aburrido (como en Antonioni), colmado de senos y manjares obsequiosos, pero muerto de hambre espiritual. Su caída en las escaleras representa sus constantes traspiés como persona, con el alcohol como muletilla, y constantes revuelos de carne femenina cuyos nombres nunca recuerda (¡qué bien lograda la coreografía con las guapas e insípidas gemelas de Playboy!). Su yeso en el brazo cubre una herida que también es del alma, en la que la niña dibuja un corazón infantil y escribe su nombre en el cuerpo amado. Con la misma bondad que él besa la cicatriz de ella al final de “Slumdog Millionaire”, y la misma dulzura de la caligrafía de Nagiko en “Escrito en el cuerpo”. Entre la sucesión de coitos irrelevantes se cuela un amor verdadero, filial y no erótico, que lo descubre muerto en vida. Elle Fanning encarna ese amor con una belleza sublime.
La primera escena desconcierta y luego cobra sentido como metáfora de todo lo que sigue. Un hombre de éxito (Stephen Dorff) que al mando de su poderoso Ferrari negro da vueltas –inútiles– en círculo por una pista en un desierto, expresión de su futilidad y falta de rumbo, pese a su etiqueta de macho triunfante. Como en “La gran comilona” (¡oh coincidencia!) de Ferrari. Al final, el mismo paisaje desolado, la carretera se pierde en el horizonte y él abandona su armadura de caballero motorizado y se lanza a caminar hacia lo desconocido. Bien podrían ligarse la primera y última secuencia con el resto como paréntesis que explica estos dos actos esenciales; de la seguridad a la libertad.
Es fabulosa, en la doble acepción del término, la descripción de ese mundo al que casi todos aspiran. Visto con un discreto sarcasmo, arma el rompecabezas de una sociedad donde tanto ganadores como perdedores son solo tuercas de una maquinaria que no comprenden (la máxima producción, el máximo consumo). Robots de una estancia negativa, como aquel personaje de “Las mil y una noches” que harto de la molicie insensata, escapa de su palacio/cárcel con el sacrificio de un ojo. Que solo la apariencia ha cambiado en estos “Tiempos modernos”, aunque Charlot ciertamente fue más optimista, pues él parte con su amada, y no sumido en la soledad. Amor omnia vincit (Horacio).
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