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Después de 1918, iniciada la llamada “reforma universitaria”, y culminada esta con “el grito” de Córdoba, Argentina, la Universidad europea y latinoamericana jamás volvió a ser la misma. Cambios estructurales, de contenidos y fines en estas, golpearon para siempre el mundo unidireccional, bucólico y prejuiciado de entonces.
En 1960, estos cambios universitarios se profundizaron en la mayoría de las universidades latinoamericanas, y hasta diría, ampliaron el ámbito de acción garantizando, por un lado, pluralismo ideológico, y, por el otro, vinculando nuestras universidades al quehacer de nuestras sociedades.
Cierto es que hoy las universidades públicas latinoamericanas se debaten entre quienes añoran la vieja casa de estudios embutida en un claustro de fino cristal (universidades dedicadas solo a la docencia, la investigación y aspectos administrativos alejada de “la canalla”), y el modelo de “universidad gerencial” venida de Estados Unidos, que orienta la docencia y la investigación hacia todo aquello rentable y que sirva a los grandes consorcios farmacéuticos, militares, industriales, etc.; no obsta lo anterior la vigencia plena en la universidad pública de un principio fundamental, cual es la libertad de cátedra y su acompañante inseparable: el pluralismo ideológico .
Veo difícil hoy el cumplimiento del artículo 87 de la Constitución Política como garante de la “libertad” de cátedra sin una proyección de la “libertad” ideológica y el derecho a expresar, discutir y difundir libremente los pensamientos y opiniones como componente derivado del quehacer y la enseñanza universitaria. Pretender, por sí, entregar una única visión del mundo, significa ni más ni menos lesionar el pluralismo ideológico y la libertad de cátedra.
Es como que en ocasión de la reciente disertación en la Universidad de Costa Rica del genetista James Watson, las partes interesadas nos hagan creer que no hay otra manera de ver el fenómeno científico y el complejo genoma humano, que apenas comienza a investigarse, solo desde la óptica de este premio Nobel. Y aunque la universidad latinoamericana es joven en comparación con la persa o la china, en los próximos años deberá adoptar su propio camino alejada del esquema gerencial o el viejo modelo europeo, a fin de garantizarse una vejez vigente y creíble.
Los amigos de ambos lados deberían entender que la supuesta superioridad racial atribuida a Watson, no se combate dejando escapularios en las ventanas clausuradas de la Universidad o cerrando puertas a las ideas que nos disocian la sabiduría que creemos tener en un asunto. Este empirismo reporta ya muchas víctimas a través de la historia: bajo una supuesta égida de superioridad racial, el finado Adolfo Hitler decía qué se enseñaba, cómo se aprendía, por qué se experimentaba con seres humanos y hasta dónde llegaba el conocimiento; con antelación a ello, el pobre Galileo salvó el pellejo de la hoguera por un pelo. No obstante, sigo pensando que aplicar estas armas del ejercicio transitorio del poder, no son válidas para combatir ayer u hoy lo que nos disocia.
Por el contrario, una universidad con plena libertad de cátedra no teme al debate de ideas internamente, ni en el plano nacional, como en su oportunidad provocaron Rodrigo Facio, Isaac Felipe Azofeifa, Carlos Manuel Arroyo, Rodrigo Gutiérrez Sáenz, Carlos Monge Alfaro, Alfonso Trejos Willis, Rodrigo Carazo, etc., unas veces desde la rectoría, el Consejo Universitario, o simplemente desde la llanura de la Plaza 24 de abril. Ellos enseñaron que las transformaciones por las que Costa Rica sigue soñando, solo se logran incluyendo docentes, administrativos, investigadores, estudiantes, con plena conciencia creativa, crítica y objetiva, ante los diversos procesos de la actividad nacional. Las charlas magistrales, simpáticos conversatorios, monólogos, o mesas redondas que a veces terminan cuadradas, ayudan a fomentar el pluralismo y con él la libertad de cátedra; pero, perdonen, no es todo, ni es cerrando puertas, sino enfrentando las ideas no compartidas, que fomentamos la universidad pública.
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