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A casi dos meses para que se cumplan 45 años de la muerte de Carlos Luis Fallas, quien falleciera el 7 de mayo de 1966, he aquí una crónica-retrato que de él hiciera el gran poeta cubano Nicolás Guillén.
Sus encuentros en La Habana, en Praga, la admiración del poeta por el autor de “Mamita Yunai” y hasta su “desencuentro” por las urgencias de un prólogo solicitado por el costarricense aparecen en esta pieza publicada originalmente en “Revista del Granma”, luego recogida en el libro “América sueña y fulgura”.
En dicho libro —que en realidad forma parte de una trilogía denominada por Guillén como “prosa de prisa”— aparecen, entre otros, retratos de Rubén Darío, Ezequiel Martínez Estrada (Biografía de la Pampa, 1937), Pablo Neruda, Ramón López Velarde y Luis Carlos El Tuerto López, el gran poeta colombiano venerado por los jóvenes de la primera mitad del siglo XX.
Este retrato de “Calufa”, como se le conocía a Fallas -que se presenta tal cual (solo se le agregaron los dos subtítulos)-, es un preámbulo a la entrevista inédita de Fallas, la cual se publicará en la próxima edición de UNIVERSIDAD.
Carlos Luis Fallas
Por Nicolás Guillén*
“Acaba de morir en su tierra natal, Costa Rica, Carlos Luis Fallas. Triste noticia para los cubanos, para los americanos de habla española, para los muchos países de otras lenguas, donde la obra del autor de ‘Mamita Yunai’ es tan conocida. Ya entró en su fija gloria Carlos Luis. Ahora vienen los recuerdos; ahora viene el hablar no solo de lo que escribió, sino de lo que vivió; de sus maneras y actitudes: todo ese mundo espiritual que en un gran escritor define su personalidad.
¿Cómo era Fallas? Un hombre directo y popular. Con lo que se quiere decir que vivió ajeno en cierto modo al medio en que brillaba, el de las letras, y nadie fue menos “literario”, menos literato que él.
Tal vez sin que le asistiera toda la razón, y en obediencia a un prejuicio antiintelectual, Fallas ponía un empeño casi pueril en ocultar cualquier arista de su persona que pudiera mostrarlo débil en este aspecto. Su preocupación y ocupación (y hasta su postocupación…) era la vida del Partido ligada a las masas, especialmente a las masas costarricenses.
En este marco, bien amplio por cierto, movíase a sus gusto; allí encontraba a diario materiales para su trabajo de escritor de malgré lui; de pintor fuerte -cuyo pincel se mojaba de sangre- de lo que significa la penetración yanqui en Costa Rica, la explotación por el imperialismo de las zonas más sensibles de la economía nacional. De esto hablaba mucho, como si fuera una herida (y lo era) que no lo dejara vivir.
EL ENCUENTRO
Conocí a Carlos Luis Fallas en la vieja casona de Carlos III, donde estaban ubicadas las oficinas nacionales del PSP, una mañana, casi acabado de llegar él a Cuba por la primera vez. Tenía grandes dificultades en su país, y los cubanos lo recibimos con amor y respeto. Yo había leído ya su poderosa novela, de manera que el encuentro así de pronto con su autor me produjo una emoción que no disimulé fácilmente.
Más que de literatura habló de política en aquella ocasión, más que de él, lo hizo del trabajo revolucionario, de la angustia americana.
Ese día almorzamos juntos en un restaurante del puerto. Observando el movimiento de los barcos, su ir y venir por el estrecho canal, me dijo algo en que no había caído y que después oí a más de un visitante extranjero.
-¡Pero si esto es una cosa de teatro!
Era verdad. Todo aquello -barcos, gentes, olas- se movía conmigo como bajo el control de una máquina fuera cambiando pesadamente el decorado de cada escena. Más de una vez, luego, volvimos por el litoral, pero siempre por la parte antigua con sus bares llenos de marinos, de guitarreros y soneros.
En esto tenía un gusto semejante al de Hemingway, que del Floridita aristocrático de la plaza Albear caía ya de noche, muy de noche, en el Florida popular de la Avenida del Puerto, donde muchos de aquellos hombros curtidos por el yodo del mar con quienes conversaba y bebía eran sus compadres.
Como en su literatura, no era Fallas aliñado en el vestir. Aseado, eso sí. Su cara de indio lucía siempre bien rasurada; su traje era limpio. Pero todo sin rebuscamiento.
Llevaba la ropa como si esta no fuera más que lo que realmente es, un medio de abrigarnos de la intemperie y circular sin problemas entre nuestros semejantes. “¡Pura cáscara!”, solía decir cuando yo le bromeaba sobre esto.
Después de La Habana, nos vimos en Praga, en un congreso (si no recuerdo mal) del partido checoslovaco.
Él no habla el checo; creo que ningún otro idioma fuera del español. Pero la ausencia de ceremonia con que siempre procedía, su irresistible simpatía popular; su desenvoltura innata le granjeó el cariño de los empleados del hotel, y podía conseguir de ellos lo que ningún otro huésped hubiera soñado siquiera solicitar. ¡Qué Fallas! Así decíamos sus amigos cuando recordábamos “sus cosas”, muchas de las cuales, como en todo gran artista, eran de niño.
LA ÚLTIMA VEZ
Lo encontré de nuevo en La Habana -sería la última vez- después del triunfo de la Revolución. No me lució enfermo, aunque me dijo que sufría ciertos trastornos de la digestión; el hígado quizás… Me pidió un prólogo para la edición cubana de “Mamita”. Se lo prometí, desde luego. Pero la promesa se hizo incumplible cuando me advirtió que tenía que ser “para enseguida”.
–¿Para enseguida cuándo?
–Para esta tarde. Hay que entregar ya los originales.
Por supuesto que aquello era imposible. Se lo dije, y parece que mi respuesta no le agradó mucho. “A ustedes todo se les va en pulir”, me respondió con una punta de desdén.
-Bueno, respondí yo sin reparar en la pulla-, dame hasta mañana…
-No, no, esta tarde.
Ya en ese caso, ni modo, como diría un mexicano. Partió pocos días después, y ya no me fue dado verle más.
Ahora…
¿Cómo silenciar que para mí su muerte fue en extremo dolorosa? Y más que me vino casi con la de su enfermedad. Carlos Rafael Rodríguez fue quien me habló de la gravedad extrema del novelista. Un cáncer…
Aun sabiendo uno, como sabe, que este azote no perdona, jamás pensé que el tránsito estuviera tan cerca. Hasta entonces la última información que tenía yo sobre Fallas era que había ganado un premio nacional en su patria (Magón 1965).
Sin saber adónde escribirle, me guardé, pues, la alegría de ese galardón que resultó casi póstumo. Harto lo merecía -y mucho más- quien entregó a la clase obrera costarricense tanto como a la de nuestra América una vida fuerte, sedimentada y cristalizada en largos años de lucha por la independencia del pueblo en que nació y murió.
Un pueblo ya en las vísperas de la revolución, cuyas causas fueron denunciadas por la pluma de Fallas en las violentas páginas de su obra maestra, uno de los documentos de más largo alcance vital entre los muchos de su género que nos ha dado la literatura hispanoamericana en nuestros días”.
*Tomada del libro “América sueña y fulgura”, Editorial letras cubanas, 1995.
La crónica-retrato apareció originalmente el 19 de junio de 1966 en “Revista de Granma”.
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