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La solidez del mundo descansa en su normatividad. Más que habitar en una realidad que se sustente en sí misma, nuestra existencia transcurre dentro de una artificialidad histórica surgida de actos de centralización, que, como un sistema, coloniza nuestras formas de ser, pensar y convivir, con normatividades que desbordan el sano juicio, transformando actos de barbarie en civilizatorios, disfrazando intensiones, muchas perversas, tras el noble título de ideales.
De esta artificialidad, sólo cobramos conciencia por los acontecimientos que sacuden nuestra rutinaria existencia, pues el mundo está compuesto por totalitarismos epistemológicos y segmentaciones ontológicas, fragmentos diversos que dan lugar a cotidianidades disociadas, propios de sujetos diferentes que conviven dentro de los límites de marcos superestructurales de compresibilidad y reconocimiento inter-sujetivo.
En un mundo que ha perdido su solidez, el ser humano pierde sus esperanzas, las relaciones de coexistencia se pervierten, a grado tal que si se quiere conocer la verdad de otro es necesario pensar con malicia sus actos e intenciones. La despreocupada convivencia de goce se disipa entre el turbio aire de actitudes enfermizas. Las relaciones íntimas y filiales se trastocan en condicionamientos que nos encadenan a imposturas. La persona se transforma en un “otro” diferente, aceptable sólo en su sometimiento a prejuiciosos caprichos. El amor y la amistad no constituyen un nosotros, sino una sujeción apropiadora que nos reduce a objetos sin voluntad, inteligencia o deseos propios.
Algunos escondiéndose de la mísera incertidumbre cotidiana se refugian en actos pasionales convulsionados por turbias e intensas incertidumbres de amor, desprecio, odio y aprecio. Otros, escondiéndose más de sí mismos que del mundo, prefieren el uterino refugio de imposturas fugaces de indiferencia y disimulo. Ya no nos es posible convivir con una desinteresada complacencia festiva.
La decadencia del sistema mundo capitalista ha hecho que el ser humano pierda la capacidad de aceptar la diversidad y sus diferencias; lejos estamos de una convivencia tolerante. Pervertido el espíritu humano, el yo sólo puede enfrentar sus múltiples interacciones si la reduce a representaciones aparenciales y disimulos.
Interacciones pervertidas entre seres desvirtuados que no son más que frágiles representaciones de seres humanos, resultadas de que no podemos aceptar las humanas complejidades, si no las hacemos invisibles, si no les asignamos una valoración de ser, pensar y actuar desde nuestras perversiones y prejuicios.
Como no podemos eludir a lo otro, como lo hacemos con aquellas cosas que al no poder imponernos su presencia les pasamos de largo sin brindarles ninguna importancia, le asignamos una condición representativa que evoca algún derecho que se sustituye según las convulsiones del momento.
Mas, no hay derechos que al asignársenos nos conviertan en sujetos, pues no somos sujetos al recibir una acción, sino al producirla; el sujeto es tal en cuanto se constituye en actor.
El reconocimiento de la condición de ser humano no descansa en derecho alguno, sino en la vivencia colectiva de un nosotros, en la compañía desinteresada que se celebra a través de múltiples experiencias.
Esta convivencia festiva, despreocupada complacencia que nos genera la presencia de quienes enriquecen con su sutil brillo la penumbra de nuestro decadente mundo, sólo es posible entre aquellos que se aceptan mutuamente en su complejidad y riqueza de diversidades, pasando, uno al lado del otro, en una rica danza de iniciativas y actividades que enriquecen el espacio con movimiento y el tiempo con buena compañía.
Convivir con agrado entre personas sólo es posible si aquello que llena los diversos lugares y momentos de la existencia cotidiana resulta celebrable, no por ser acostumbrado, sino por ser propio de aquel que forma a nuestro lado, parte del nosotros. El convivir de nosotros es despreocupado.
No puede pensarse que el horizonte actual de relaciones sea el único al que podemos aspirar como forma de “convivencia” cotidiana. Entre sujetos es posible superar la ruptura de la normatividad del mundo con la reconstrucción de un nosotros identitario que constituya un mundo mejor posible.
Tolerar no es disimular lo que nos repugna, sino trivializar lo que no sorprende de los que estimamos.
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