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El vuelo de los zopilotes sustituyó el de los yigüirros, pavas, pechoamarillos y comemaíces. Es que aguas arriba de la poza la Arboleda, en Llorente, el viejo Quincho había construido una chanchera. Más tarde, un beneficio de café vino a sumar miel y broza… Fue entonces que las aguas se convirtieron en una nata verdosa y pesada. Por eso fue que Toña la negra, José, Güisito, Heriberto, Fabio y mis hermanos menores… no volvimos al río, ni tampoco a montar sigilosamente los caballos que don Vidal dejaba pastando en un potrero cercano. Ni mucho menos volvimos a pescar barbudos.
El viejo Quincho nos ganó la partida; viendo que su negocio era bueno, también construyó un basurero clandestino, que de clandestino no tenía nada, porque funcionaba a vista y paciencia de las autoridades locales. En su finca recibía basura de todo tipo, la cual se fue depositando descaradamente a cielo abierto. De noche, los carros competían con los perros hambrientos para entrar al botadero. Y el cielo fue cubierto por nubes de zopilotes y el aire se volvió insoportable.
Y ya desde entonces las aguas del río comenzaron a arrastrar miel de café, detritus de cerdos y toda clase de desechos depositados en el basurero del viejo Quincho: una nata pútrida fue la sentencia definitiva para la muerte de la poza de nuestra niñez. Poza de juegos, mejengas vespertinas y recuerdos. Y un día, el basurero ardió y llegaron los bomberos… y luego, el viejo, viendo de nuevo que todo era bueno, construyó casitas de alquiler asentadas en su chamuscado basurero que un día ardió por la acumulación de gases.
La poza fue abandonada por el bullicio de quienes la visitábamos; de pronto los árboles, que le dieron su nombre, también fueron sentenciados a desaparecer. Lo boscoso se convirtió en un peladero polvoriento, en donde ahora se construyeron cientos de casas sin ningún tipo de control. Las casas besan las aguas pútridas. El viejo sigue contaminando.
Hace unos días a mi esposa y a una hermana se les ocurrió ir a visitar la poza de sus recuerdos de niñez. Venían alarmadas del peligro que representa para los habitantes de la zona una crecida normal del río, y el peligro para la salud de las personas, especialmente de niños que crecen en un ambiente malsano. No encontraron ni el potrero de Vidal, ni la piedra de donde Heriberto se zambullía en el agua a panzazo limpio. Extrañaron la ausencia de vegetación y el trinar de los pájaros. Vieron hacia arriba y se toparon con el nuevo paisaje de la finca del viejo Quincho: hacinamiento, desolación, sequedad…
¿Y los zopilotes?, les pregunté. “Gozan de buena salud en los predios de ese viejo”. Y yo pensé en una mala palabra dedicada a alguien que un día se encargó de acabar con aquello que le estorbaba para hacer dinero. Se encargó de alejarnos de nuestra poza, de nuestro ambiente del río Virilla.
Y creyendo que todo aquello era bueno, las autoridades locales, vecinos de la comunidad, depositantes nocturnos de basura en un botadero a cielo abierto que de clandestino no tenía nada, niños desplazados de la poza, ahora ya entrados en años, guardamos silencio. Ese silencio que de vez en cuando es interrumpido por el vuelo de los zopilotes.
Es el mismo silencio que durante muchos años han guardado las autoridades locales y que posiblemente seguirán guardando ante el viejo Quincho, que viendo que todo aquello era bueno, nunca ha descansado en la creación de su paraíso, de su propio paraíso compuesto de basura y hacinamiento.
En Tibás, a los basureros que se hacen en las esquinas de calle, lotes baldíos o debajo de los puentes, les llaman floreros. Ergo, el viejo Quincho es el jardinero de ese paraíso creado por él ya hace muchos años.
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