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En el prólogo a su pieza teatral Dulce pájaro de juventud (1959), Thomas Lanier Williams, mundialmente conocido como Tennessee Williams, escribe: “A los catorce años descubrí la escritura como un escape del mundo real, en el que me sentía terriblemente incómodo. De inmediato se convirtió en mi lugar de retiro, mi cueva, mi refugio. ¿De qué me refugiaba? De que me llamaran mariquita los chicos del barrio, la señorita Nancy y mi padre, porque prefería leer libros en la biblioteca grande y clásica de mi abuelo a jugar a las bolitas, al béisbol y a otros juegos normales de chicos, como resultado de una grave enfermedad infantil y de un excesivo apego a las mujeres de mi familia, quienes habían logrado que volviera a tomarle el gusto a la vida”. Ya antes de cumplir los 20 años, Williams era un escritor “confirmado”, como él mismo dice, por la fuerte vocación y el trabajo: poeta, narrador, dramaturgo, y si bien toda su vida mantendría esa riqueza de géneros, el teatro será la producción a la que dedicará mayores esfuerzos.
Con el estreno en Broadway de El zoo de cristal (1945) llega la consagración nacional e, inmediatamente, la internacional. Pero antes ya había escrito muchísimo teatro, casi veinte obras. Algunos consideran que la marca de identidad “Tennessee” estará recién completa en Un tranvía llamado Deseo (1947): imaginario del Sur, sexo y “ese fuego concentrado de violencia”, según sus propias palabras. Siguen otros dramas clásicos: Verano y humo (1948), La rosa tatuada (1950), La gata sobre el tejado de zinc caliente (1954), De repente el último verano (1958) y La noche de la iguana (1961). Y luego mucha escritura teatral, pero poco reconocimiento, mucho desencuentro con el público y la crítica. Resulta paradójico, pero buena parte de la obra teatral de Williams permanece desconocida, detrás de los títulos clásicos que permanentemente se reestrenan. De allí la resonancia que tuvo en el mundo hispánico, en 2004, la traducción de El cuaderno de Trigorin (Losada, traducción de Cristina Piña), obra de 1980 en la que Tennessee reescribe libremente La gaviota de Anton Chéjov y afirma en la nota preliminar sobre el porqué de esta adaptación libre: “Chéjov era un escritor silencioso y delicado, cuyo enorme poder siempre se mantenía dominado. Nuestro teatro tiene que gritar para que por lo menos lo oigan…”.
Williams escribió unas 50 obras, de diversa extensión, y trabajó además sobre la obsesiva reescritura de sus propias piezas. La absorción y transformación de sus textos en nuevos textos será una constante, él mismo lo señala: “Mis obras de teatro largas surgen a partir de obras en un acto y relatos cortos anteriores que pueda haber escrito años antes, trabajo sobre ellas una y otra vez”. La investigadora americana Ruby Cohn lo confirma: “Así, el fracaso de Boston Batalla de ángeles, de 1940, se convirtió en Orfeo desciende de 1957; Verano y humo de 1948 vino a ser Excentricidades de un ruiseñor en 1957; Los siete descendientes de Myrtle de 1964 necesitó sólo cuatro años para aparecer como Reino de la Tierra.
Y Protesta preocupó a Williams durante una década. Los críticos no se muestran de acuerdo sobre si las versiones posteriores mejoran a las originales. Pero no hay desacuerdo sobre el hecho de que El zoo de cristal hace palidecer el relato, las dramatizaciones anteriores y el guión que precedieron a la obra que conocemos”.
El crítico inglés Kenneth Tynan propone entender el arte de Tennessee por contraste con el del otro gran “gigante” del teatro americano: Arthur Miller. “Las obras de Miller son duras, ‘patristas’, atléticas, preocupadas en su mayor parte por los hombres –dice Tynan–. Las de Williams son suaves, ‘matristas’, enfermizas, preocupadas en su mayor parte por las mujeres”. Sandra Messinger Cypess pone el acento en lo que une a Miller y Tennessee: “Los dos comparten un sujeto común: la exploración de un personaje que vive en un estado de desesperación que anhela escaparse del mundo”. Pero mientras a Miller en La muerte de un viajante o Todos eran mis hijos le interesa la exposición de tesis para transformar la sociedad –cabal heredero del drama moderno ibseniano–, a Tennessee lo desvela transfigurar en poesía escénica el fracaso, la debilidad, el deseo y la brutalidad humanas, de lo local a lo universal. “Erróneamente –escribe Tennessee– entenderían mi obra como una denuncia de la moral norteamericana, sin comprender que escribo sobre la violencia de la vida norteamericana sólo porque no estoy tan familizarizado con la sociedad de otros países”. ¿Drama anti-moderno o en dirección contraria a la Modernidad? Teatro de la violencia y de la fragilidad humanas. Teatro de raíz autobiográfica, “íntimo”, en el sentido que otorga a este término Jean-Pierre Sarrazac.
Por ello en la genealogía del teatro de Williams tienen más peso August Strindberg (por su visión de la violencia atávica en el hombre contemporáneo), Anton Chéjov (por su voluntad de no incidir en la vida de sus personajes, de no manipularlos para hacerlos exponer una tesis) y Eugene O’Neill (por su concepto del personaje como una estratificación de tiempos). También fue relevante para la configuración de su universo la lectura de D. H. Laurence, el novelista de El amante de Lady Chatterley, quien según Francis Donahue “motivó a Williams a preocuparse por la sexualidad reprimida y por un esfuerzo por concretar la liberación del instinto sexual”. En lugar de tesis que permiten multiplicar el dominio del mundo, el teatro de Williams parece sólo desplegar preguntas que aumenten la conciencia sobre nuestra incapacidad de dominar nada, pero sin respuestas claras: ¿qué hacemos con nuestro impulso de violencia y a la par con nuestra vulnerabilidad?, ¿cómo vivir sin la fuerza suficiente para enfrentar el mundo?, ¿cómo administramos el poder del sexo en nuestras existencias?, ¿cómo desear sin ponernos en peligro? “Toda mi vida –escribe Tennessee– me ha acosado la obsesión de que desear o amar algo intensamente es ponerse en posición vulnerable, tener todas las posibilidades, sino probabilidades, de perder lo que uno más quiere”.
No hay en su teatro “personajes positivos” que muestren el camino –cívico, político– a seguir. ¿Cuál es la salida para Amanda y Laura Wingfield, madre e hija de El zoo de cristal, a quien Tom abandona, consciente de que las condena a la miseria? ¿Quién protegerá a Blanche Du Bois de la locura y del incesto? Las últimas palabras de la protagonista de Un tranvía llamado Deseo son reveladoras: “Yo he dependido siempre de la bondad de los extraños”.
En la base del teatro de Williams late la tragicidad ancestral. Sus dramas proponen una versión contemporánea del horror y la catarsis trágica. Como en el estremecedor relato de Catalina, en De repente el último verano, en el que Sebastián es apresado por el tropel de muchachos negros desnudos y se recrea el rito orgiástico del sparagmós: “Sebastián yacía en el suelo, desnudo, tal como ellos habían estado desnudos contra una pared blanca, y esto no querrá usted creerlo, porque nadie lo ha creído, porque nadie podría creerlo, porque nadie, nadie en la tierra sería capaz de creerlo y no los culpo… ¡Habían devorado partes de su cuerpo! (La Señora Venable llora quedamente.) Le habían desgarrado y desprendido partes del cuerpo con sus manos, sus cuchillos, o quizá aquellas latas rotas, desgarrado y arrancado partes de un cuerpo, que se llevaron, famélicos, a sus feroces bocas negras, pequeñas y vacías”. Como en Strindberg y en O’Neill, en el teatro de Williams la civilización –es decir, la educación, los buenos modales, las normas sociales, la convivencia armónica–, son la cosmética externa que intenta tapar el rostro del mono velludo. Dice Williams: “Todos somos gente civilizada, lo que significa que todos somos salvajes de corazón, pero observamos unas cuantas normas de conducta civilizada. Temo que yo observo menos normas que tú. ¿Motivo? Estoy acorralado contra la pared y lo he estado durante tanto tiempo que la presión de mi espalda sobre ella ha comenzado a descascarar el yeso que cubre los ladrillos y la argamasa”. Y Tennessee se pregunta: “¿No es extraño que dijera que la pared estaba cediendo, no mi espalda?”. Como en Strindberg y en O’Neill, la base de realismo se desplaza hacia zonas de mayor subjetividad, recursos expresionistas y un “lirismo” muy personal. Williams define El zoo de cristal como “comedia de recuerdos” y aclara que “el expresionismo y todas las demás técnicas no convencionales del teatro tienen un solo objetivo válido: un mayor acercamiento a la verdad”.
Tennessee cuenta que un psicoanalista al que recurre y que conoce su obra le pregunta en una de las primeras sesiones: “¿Por qué está tan lleno de odio, rabia y envidia?”. Williams acepta la rabia y la envidia, pero no el odio: “Creo que el odio es una cosa, un sentimiento, que sólo puede existir cuando no hay comprensión. Dado que soy un miembro de la raza humana, cuando ataco el comportamiento del hombre ante sus prójimos obviamente me estoy incluyendo en el ataque, a menos que no me considerara humano sino superior a la humanidad. No es así. De hecho, no puedo exhibir una debilidad humana en el escenario si no la conozco por padecerla yo mismo. He expuesto una buena cantidad de debilidades y brutalidades humanas y, en consecuencia, las padezco”.
Como el mismo Tennessee pide que se nombre el futuro en su prólogo a Orfeo desciende: “El futuro se llama ‘tal vez’, la única forma posible de llamar al futuro, y lo importante es no permitir que eso nos asuste”.
Tomado de Ñ.
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