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Después de una larga e impotente espera recibí con alegría, pero a la vez con recelo, lo que podría ser considerado una favorable resolución para Costa Rica, que exige a los militares y personal nicaragüenses salir de Isla Calero, claro, sin obviar que es hasta dentro de varios años que el Tribunal Internacional de La Haya dará sentencia en cuanto a quién es él que lleva razón en el diferendo.
Asimismo, no hay que contar con dotes de profeta para vaticinar que en un futuro se pueden desencadenar eventos similares, debido a que la actitud prepotente de muchos gobiernos del vecino país, ha sido una constante a lo largo de nuestra historia. Por ello, es importante la reflexión de lo ocurrido, con miras a no volver a ser víctimas de atropellos descarados.
En un nuevo entorno internacional, en ausencia de una guerra fría, parece ya no existir un verdadero interés de proteger a un país “vitrina” de la “amenaza comunista”. Todo apunta a que para países amigos interceder por nosotros, ya no es beneficioso. Prueba de esto es que solo un país (Panamá) apoyó la posición de Costa Rica -la democracia desarmada de América- en el conflicto.
A ello se suma un derecho internacional que se tambalea entre la realidad y el mito, caracterizado por su lentitud y contrastes con un derecho verdaderamente vinculante y coercitivo; e instancias multilaterales como la OEA que con sus recomendaciones demostraron ser no más que un “té de canastilla”, ejerciendo un pobre “recomendacionismo internacional”.
Algo bastante preocupante si tomamos en cuenta que del otro lado del río una clase política nicaragüense es liderada por un megalómano aspirante a dictador, peligrosamente hambriento de votos, y que además, ha sido reclutado como peón en un tablero geopolítico, donde el “socialismo” a la “bolivariana” quiere ser protagonista.
Aún así, revertir la audaz e inteligente decisión de la abolición del ejército no resulta atractivo bajo un análisis costo-beneficio, pero sería un error no replantearnos la estrategia por seguir ante futuros altercados.
El Estado costarricense debe volver a asumir un rol preponderante en la seguridad interna y externa del país. En la primera, gracias a la ineficacia de las instituciones directamente encargadas, Fuerza Pública principalmente, ha cedido espacios en materia de seguridad ciudadana a una industria privada cada vez mayor; ambas no dejan de ser deficientes en su tarea. En cuanto a la segunda, los mecanismos para su procura dan señales de ser prácticamente nulos u obsoletos.
Un Estado sin ejército debería contar con una de las mejores policías, debido a que estas tienen una doble responsabilidad: brindar seguridad a la ciudadanía y a su territorio tanto de las amenazas internas, como también ofrecer una capacidad defensiva ante los arrebatos del déspota extranjero y el accionar de los poderosos carteles transnacionales, para cumplir así con cláusulas del contrato social. En este sentido, la reactivación de una policía especial de fronteras es una iniciativa bien encaminada, que debe ser abordada con seriedad y no como una medida momentánea tomada al calor del apuro.
Esto, de la mano de un mejoramiento y actualización de los procedimientos para el desempeño diplomático en conflictos de esta índole, entendiendo que en una exitosa diplomacia estratégica está nuestra principal línea defensa. Si algo nos ha enseñado Calero, es que la seguridad de la nación es tarea de los que conforman la nación.
Para algunos en Costa Rica, me excluyo, hablar de la defensa de la patria es belicista y merece reprensión; pero, por un momento dejemos de lado estas románticas discusiones y aprovechemos este baño de realismo para tomar las medidas previsoras que nos permitan evitar situaciones como las acontecidas en la frontera norte. Lo anterior no es mutuamente excluyente de una tradición pacifista.
“Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.» Benito Juárez, Benemérito de las Américas.
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