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Poco a poco, el hombre moderno se pierde, no en términos de tecnología, ni avances en la medicina y la prolongación de su propia vida. Se pierde, en su diario vivir, en la mecanización de su trabajo, vida cotidiana, familia, rutina. Da un paso atrás en lo que respecta a la valoración de su existencia, cediendo campo en su vida a la introducción de la publicidad, que busca saturar su ser con la introducción de más y más aparatos, objetos y estilos de vida hechos para el mejor postor, o en este caso para la mayoría posible de consumidores. Se introduce así una masificación de los productos, convirtiendo al consumidor en una especie de neurótico programado, programado para comprar.
Una influencia constante de publicidad sin piedad, que busca vender a la gente lo que no necesita, y para lograrlo, vende en conjunto con su producto, una dura propaganda llena de una imagen “ideal” de lo que debería ser el sujeto. Así como el vaquero mujeriego de un cigarro, o la mujer provocativa y dispuesta de una cerveza, con sus estándares de complexión física, y por supuesto, de ropa de marca y de accesorios exóticos. Una belleza idealizada. Las nuevas deidades de una sociedad en proceso de despojar al ser humano de sí mismo.
Todo tras una imagen, un ideal de sujeto, el cómo se quiere que sea y que debe tener para así “encajar” en las políticas de la propaganda del consumismo. Una vez convertido esto en necesidad, la publicidad tiene el camino abierto para insertar en ese ideal cualquier aparato nuevo, recién salido de la investigación no productiva, que dice lo que si bien no necesita el ser humano, pero que se venderá exitosamente.
Esto hace que la persona se vea cada vez más presionada por la influencia de la propaganda, amigos, pares, nuevas generaciones, familia y demás personas alrededor, cayendo en lo que bien llama el doctor Carlos Manuel Quirce Balma (La Nada Feliz y su Reificación: Semanario Universidad 8/02/2011) la “chunchificación” del ser humano, lo cual impone barreras en su corazón para las relaciones interpersonales. La ausencia de esa humanización detrás del contacto, de la empatía con los semejantes, que vuelve al ser humano cada vez más frío y distante con los suyos, y lo envuelve más en el mundo de sus chunches, de aprobación más que simpatía, de aceptación pura más que cariño real.
En balance tenemos esas personas incondicionales de las que nos alejamos por la seguridad que nos brindan, y esas personas de las que se busca la aprobación, solo por el hecho de querer ser aceptado en una escala más grande. Caemos en la trampa de ser como “ellos”, usar lo que usan, vestir como visten, consumir lo que consumen, solo por ser aprobados. Todo bajo el dominio de la mano de los medios, del bombardeo constante de la propaganda de mundo “perfecto”, de lo mejor que puedes ser, de los “chunches” que harán la vida más fácil.
Buscando dar una imagen aceptada socialmente de uno mismo, el mundo actual ofrece una herramienta con todo lo necesario para reinventar ese yo. Las nuevas y tan de moda redes sociales, dan la oportunidad perfecta no solo para reinventarse tras los chunches, sino la propia situación personal, intereses, forma de ser. Una red donde puede reinventarse de acuerdo con lo que los demás aprueben más, identificarse, “twittear” o dar “me gusta” en lo que dará más aprobación social. Así se logra tejer una red de destrucción de la propia imagen propiciando lo que quiero ser de modo narcisista, o lo que me dicen que es mejor ser. Así se logra un rechazo a la propia realidad, tanto física, intelectual como económica, para ser reemplazado por los parámetros de deseabilidad social de belleza, intelecto y riquezas. Todo ello en busca de una aceptación manipulada.
Bien puede ser arma de doble filo, como ya vimos, el estar un paso arriba de un instrumento de entretenimiento. Un paso imperceptible para la inocencia de muchos que buscan “socializar” por medio de estas nuevas herramientas modernas. Hoy en día cada producto “importante” tiene su espacio en red social, su publicidad, y su aprobación está al alcance de la mano de cualquiera (una mano irónicamente, con el pulgar apuntando al cielo). Una especie de exhibicionismo dependiente. Siempre y cuando aprueben de mí. Siempre y cuando pueda seguir siendo un niño. Desviado de ser lo que soy y del interminable viaje de encontrar mi sentido verdadero de la vida.
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