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Con el generoso contenido de Caída libre, cualquier otro autor habría publicado dos libros en vez de uno. El primero, para la academia, o por lo menos varios artículos para revistas arbitradas. El segundo, para el gran público.
Pero Joseph Stiglitz ya escribió suficientes papers en su vida, además de ganar el Premio Nobel de Economía en 2001, como para preocuparse a estas alturas de lucirse ante los colegas. Además, su evidente respeto por las posibilidades del lector común lo ha llevado a construir las más didácticas explicaciones en materias muy áridas, en vez de optar por una divulgación simplista o dogmática de la actual crisis económica global.
LO ENTIENDE CUALQUIERA
Igual que los viejos profesores, que simulaban creer en la buena base de sus alumnos para mantener cierta autoexigencia, a la vez que, por las dudas, iban recordando cada tanto las definiciones elementales, Stiglitz hace algo similar con sus lectores. Por ejemplo, sin molestia visible el autor “refresca” en el lector las definiciones de “PBI” (pág. 32), “demanda agregada global” (pág. 51), “remesas” (pág. 55), “aranceles” (pág. 244), “microeconomía” y “macroeconomía” (pág. 302), o “mercados de futuros” (pág. 296). La cosa es que nadie pierda el hilo, ni las esperanzas de acceder a un nivel más profundo.
Por su parte, el lector especializado sabe que Stiglitz siempre fue un rival temible de los creyentes del modelo neoclásico y de los “muchachos” de la Universidad de Chicago, como lo demostró hace décadas con su crítica del modelo walrasiano de Kenneth Arrow y Gerard Debreu, que partía de suposiciones poco realistas como la de la “información perfecta”.
En particular, el capítulo 4 de Caída libre, “El fraude de las hipotecas”, explica con pelos y señales toda la ingeniería engañosa que culminó en la tristemente célebre “burbuja inmobiliaria” de los EEUU, con inquietantes consecuencias en el resto del mundo. Allí se detallan las trampas en que se hizo caer a millones de estadounidenses desprevenidos: las hipotecas donde los bancos prestaban el 100% del valor de la propiedad, o las de cuotas temporalmente bajas que se disparaban luego, y entre otras, las insólitas hipotecas con “amortización negativa”: a fin del primer año el prestatario debía más dinero que al principio, pese a haber pagado sus cuotas con puntualidad.
En cuanto al lector sin formación en economía y finanzas se beneficiará incluso de una comprensión a medias de los tramos más “técnicos”. Es el caso de los pasajes en que, de modo elocuente, Stiglitz desmonta el presupuesto de la “racionalidad” de los comportamientos económicos (págs. 293 y siguientes) o denuncia las insuficiencias del sistema de patentes y de las legislaciones de propiedad intelectual. Mientras el mundo entero se esforzaba en desentrañar el genoma humano, Myriad, una empresa estadounidense, obtuvo la patente de los genes de cáncer de mama (pág. 251- 252) lo cual puede llevar a que miles de mujeres mueran al no poder pagar el precio de las pruebas diagnósticas.
Los habituados a los desarrollos didácticos y polémicos de Joseph Stiglitz, recordarán probablemente títulos anteriores como Los felices noventa (2003), Cómo hacer que funcione la globalización (2006), Comercio justo para todos (2007), escrito junto a Andrew Charlton, o La guerra de los tres billones de dólares (2008), en coautoría con Linda Bilmes. Y basta ver la sonrisa de la solapa, su soltura, los lentes grandes, la barba canosa, para imaginar lo que serán sus clases como catedrático de Economía en la Universidad de Columbia.
SOCIALIZAN LAS PÉRDIDAS
Respecto del tema principal, “el hundimiento de la economía mundial”, Stiglitz es notablemente esclarecedor por su abordaje psicológico y social, por su radiografía feroz de los “expertos” de Wall Street y sus socios políticos o empresariales (ver, por ejemplo, el capítulo 9, “Reformar las ciencias económicas”), además de referirse con lucidez al debate que está en el fondo: el papel del Estado y el papel del mercado, dentro de los Estados Unidos y también en el mundo entero.
La causa de la crisis originada esta vez en los EEUU, la meca del libre mercado, no se debe sólo a la falta de ética de individuos como Bernie Madoff o Allen Stanford, o de los que hace unos años detonaron los escándalos de Enron y WorldCom: “los problemas son sistémicos”. Es que debe prestarse atención también, según el autor, a un modelo de vida consumista, sin conciencia medioambiental, a un país que tolera que un 15% de su población no tenga ningún tipo de cobertura de salud, y una tasa penitenciaria que multiplica por diez la de varios países europeos (pág. 231). Algo anda mal en una nación que se vanagloria de la excelencia de sus universidades pero descuida la enseñanza elemental y secundaria (pág. 239).
Son múltiples los argumentos de Stiglitz a favor de una visión equilibrada y menos ideológica de la intervención del gobierno y de las regulaciones: “Naturalmente los gobiernos, como los mercados y los seres humanos, son falibles. Elevar el rendimiento económico exige mejorar tanto los mercados como el gobierno. No tiene ninguna base afirmar que como los gobiernos a veces se equivocan, vale más que no intervengan en los mercados cuando los mercados fallan; como tampoco hay ninguna base para el argumento contrario, de que como los mercados a veces fallan vale más abandonarlos” (pág. 290).
La evidencia empírica aportada por las páginas de Caída libre es abrumadora: entre 1945 y 1971 no hubo crisis bancarias graves (excepto en Brasil en 1962) porque el consenso mundial, con diferentes matices por supuesto, consistía en aceptar la intervención gubernamental reguladora. La tan mentada Internet, base de mucha prosperidad reciente, se creó con fondos estatales, y el primer navegador, el Mosaic, lo financió el gobierno; luego lo comercializó Netscape pero Microsoft, con recurso poco “clásico” usó su poder monopólico para aplastarlo. Los casos del exitoso desempeño estatal de Suecia, aun con sus posteriores ajustes, o el despegue económico de varios países asiáticos, son examinados con la debida atención como contraejemplos del “consenso de Washington”.
Sin escatimar referencias bibliográficas ni ironías, Stiglitz observa que los más grandes partidarios del modelo “neoclásico”, liberales a ultranza y orgullosos del lenguaje matemático y preciso en que suelen expresar sus modelos, no lograron predecir ninguna burbuja financiera; eso permite poner en tela de juicio el rigor epistemológico de su producción académica.
Uno de los argumentos más persuasivos de Caída libre, que ya ha circulado y hecho camino, parece coherente al acusar de doble discurso a los cruzados fundamentalistas del mercado: por un lado han rechazado históricamente la protección estatal para la salud o los derechos de los trabajadores, pero ahora han aceptado sin chistar el salvataje gubernamental de los bancos. Lo más escandaloso, sin embargo, es recordar que en Japón, los responsables de destruir una empresa y de llevar a miles de trabajadores a la calle, pueden llegar a suicidarse. En el Reino Unido, los ejecutivos renuncian si la empresa quiebra. En los Estados Unidos, en cambio, durante los peores momentos de la crisis y hasta ahora los más altos referentes financieros siguen peleando por mantener o incluso aumentar sus astronómicas retribuciones (pág.328).
Tomado de El País
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