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La cacería Ellingham Hall, Norfolk, Inglaterra, Noviembre 2010 «No podéis imaginaros lo ridículo que fue.» JAMES BALL, WIKILEAKS
A la media luz del anochecer londinense, la figura podía haber pasado por femenina. Apareció prudentemente por una puerta y se arrebujó dentro de un coche rojo hecho polvo. Había unos pocos acompañantes-entre ellos, un hombre de expresión lúgubre y facciones nórdicas y un par de jóvenes con pinta de empollones. Uno parecía haberle dado a la mujer su abrigo. El coche serpenteó entre el escaso tráfico de Paddington, avanzando hacia el norte en dirección a Cambridge. Al adentrarse por la autopista M11, sus ocupantes miraron hacia atrás. No parecía que los estuvieran siguiendo. Sin embargo, de vez en cuando se detenían en un área de descanso y esperaban, con las luces apagadas, en la penumbra. Aparentemente inadvertidos, el grupo continuó hacia el este por la lenta carretera A143. Hacia las 22.00 habían alcanzado las llanuras de East Anglia, un paisaje de colores sepia en cuya oscuridad asomaba de vez en cuando alguna antigua refinería de azúcar abandonada.
Finalmente, quince millas más al interior en el vulgar pueblo de Ellingham, giraron a la izquierda. El vehículo se metió derrapando por un sendero dejando atrás un palomar antes de detenerse delante de una espléndida casa solariega georgiana. La mujer salió del coche. En ella había algo extraño, ¡tenía una especie de joroba! Si la hubiera visto algún agente de la CIA o alguna otra persona junto a los faisanes, se les podría haber disculpado un momento de perplejidad. Sin embargo, de cerca, resultaba evidente que aquella extraña figura era Julian Assange, con su pelo platino oculto bajo una peluca. Con su más de 1,80 m de altura, como mujer no iba a resultar nunca demasiado convincente. «No podéis imaginar lo ridículo que fue -comentaría más tarde James Ball, de WikiLeaks-; permanecer disfrazado de mujer durante más de dos horas.» Assange se había cambiado de género en un intento pantomímico de esquivar a sus posibles perseguidores. Lo acompañaban su joven ayudante Sarah Harrison y su delegada, la periodista islandesa Kristinn Hrafnsson. Aquella noche, el pequeño equipo era el núcleo de WikiLeaks, la página web «chivata» que Assange había lanzado cuatro años atrás.
En un período impresionantemente breve, WikiLeaks había salido de su nicho como página web oscura y radical para convertirse en una plataforma virtual de noticias conocida en el mundo entero. Assange había publicado el metraje filtrado en el que se veían pilotos de helicóptero que ejecutaban desde el aire a dos empleados de la agencia Reuters en Bagdad, como si jugaran a un videojuego. Después de este golpe de efecto, había dado otro todavía más impactante: un acuerdo sin precedentes con la prensa escrita, negociado a través del periódico Guardian de Londres, por el que se revelarían cientos de miles de informes de campo confidenciales del ejército de Estados Unidos de las guerras en Afganistán e Irak, muchos de ellos condenatorios.
Assange, australiano de treinta y nueve años, era un pirata informático de gran talento. Podía resultar encantador, capaz de un humor mordaz y una gran astucia, pero también podía mostrarse cáustico y estallar en estados de furia y recriminaciones. El temperamento voluble de Assange generaba groupies y enemigos, seguidores y detractores, a veces hasta en una misma persona. ¿Mesías de la información o ciberterrorista? ¿Luchador por la libertad o sociópata? ¿Cruzado de la moral o ingenuo narcisista? El debate sobre quién era Assange retumbaría las próximas semanas en los titulares de la prensa de todo el mundo.
Assange y su equipo habían llegado hasta aquí huyendo del Frontline Club, un local de ocio del West London frecuentado por corresponsales extranjeros y otros personajes de la prensa. Desde julio y coincidiendo con el lanzamiento de los diarios de la guerra afgana, Assange había pernoctado, de manera irregular en las habitaciones del club de Southwick Mews. El fundador del club, Vaughan Smith, se convirtió en su simpatizante y aliado, e invitó a Assange y su círculo de amigos a su casa solariega de Ellingham Hall, enclavada en un lugar remoto de East Anglia. Y es ahí donde esos extraños refugiados acababan de llegar.
Smith era un antiguo capitán de los Grenadier Guards (un regimiento de elite del ejército británico) que luego se haría periodista freelance y trabajaría para Frontline TV. Con sus aventuras en zonas de guerra -Irak durante la primera guerra del Golfo, donde se coló camuflado de oficial del ejército británico; Bosnia, con sus horrores y masacres; Afganistán, y otra vez Irak- había demostrado su espíritu inconformista e independiente. Smith no era ningún anarquista; su familia había servido en el ejército británico durante varias generaciones.
Su periódico de elección era el conservador y malhumorado Daily Telegraph. Smith era, además, valiente. En Kosovo salvó el pellejo cuando una bala letal quedó alojada en su teléfono móvil.
Pero, como buen libertario de derechas, tenía un pertinaz sentido de la justicia y creía en la defensa de los desamparados. Esto convirtió a Assange en blanco del odio de la belicosa derecha estadounidense. Lo querían ver arrestado. Algunos hasta reclamaban la pena de muerte. Smith hizo apoyo explícito a la cruzada de Assange por la transparencia en un momento en que, tal y como creía el propio Smith, el periodismo se estaba acercando peligrosamente al Gobierno y corría el peligro de convertirse en un simple accesorio de sus relaciones públicas.
Cuando Assange se instaló para trabajar en Ellingham Hall, en la casa residían Pranvera Shema, la esposa de Smith, nacida en Kosovo, y sus dos hijos pequeños de dos y cinco años. Las bicis de los niños destacaban en el imponente porche de acceso a la residencia.
También vivían en la finca los padres de Vaughan, un matrimonio de clase alta. Su padre había servido también en los Grenadier Guards, y en el comedor había un retrato suyo de joven oficial, con levita escarlata. A Smith senior se lo podía ver con una bolsita blanca en la mano, una referencia discreta a su cargo de Mensajero de la Reina. Sus funciones incluían viajar por el mundo por encargo de Su Majestad, llevando en mano secretos diplomáticos. Estab claro que Smith senior recibió con recelos a Assange, de quien se creía que estaba en posesión de una impresionante cantidad de informes diplomáticos secretos.
Smith senior acostumbraba a hacer rondas por la finca -con sus lagos gemelos y sus cedros- armado con un rifle. El punto de tiro estaba camuflado. Normalmente disparaba a perdices y urogallos; sin embargo, la tentación de disparar a los paparazzi que pronto acamparían alrededor de su residencia -y, desde luego, a los melenudos radicales que se albergaban en ella- debió de ser grande. Cuando le preguntaron, dos días antes de Navidad, si le gustaba hacer de anfitrión del grupo de filtradores internacionales que se alojaban allí, respondió, mascullando entre dientes: «ojalá no lo hicieran». Fue una de las muchas ironías que salpimentaron aquellas semanas llenas de tensión.
Entre los WikiLeakers de Ellingham estaba James Ball, de veinticuatro años, a quien Assange había contratado y que era uno de los pocos colaboradores que recibía un sueldo. El talento de Ball consistía en procesar grandes cantidades de datos. Era un joven muy sereno y empezaba a tener una cierta sensación de aturdimiento. En cuestión de meses había pasado de tener un empleo como reportero en la revista comercial Grocer (del sector de la alimentación) a ser portavoz de WikiLeaks y hasta a participar en un debate con el diplomático estadounidense John Negroponte en el programa de la cadena BBC World Hardtalk. El primer encargo que recibió Ball fue una emergencia: ir a Norwich, a 15 millas de distancia, y buscar en los almacenes John Lewis diverso material tecnológico. Se preparó, con varios miles de libras esterlinas en efectivo en el bolsillo (el método de pago preferido de Assange), y salió del almacén con varios ordenadores portátiles, un router y muchos cables… dejando a un vendedor atónito detrás de él. «¿Has probado alguna vez de gastarte en John Lewis 1.000 libras en efectivo? La verdad es que el chico que me atendió parecía asustado de los billetes de 50 libras -comentó Ball-; ha sido una experiencia surrealista.» […]
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