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Filme misterioso y siniestro; un laberinto del que salimos, la también educadora Cecilia Motta y yo, perturbados y confusos. Luego, encajamos las piezas de un ajedrez macabro donde la compasión se esfuma en la Ceguera del fanatismo. Crimen y castigo que no reconoce al otro en su dignidad humana, reducido a su función intelectual o social; ya sea en dimensión colectiva (“El tambor de hojalata”) o individual (“Se7en”). Desde la debilidad y la envidia, personal y de grupo, en la miseria e ignorancia cotidianas, se impone una idea, absoluta, que arrasa con la diversidad esencial.
Lo vi de nuevo, para descender, prevenido, a sus círculos infernales (con William de Baskerville como guía) y atisbar el origen del mal y su reproducción en ese desfile de gélidos rostros bellos e inocentes (impecables actuaciones) al servicio de (El) Señor de las moscas, en su atuendo de normalidad; jóvenes oficiantes del autoritarismo (cfr. Escuela de Frankfurt), eje de la educación en familias, escuelas e iglesias. El lazo blanco (como la letra escarlata) con que se humilla y aherroja al presunto pecador asfixia la razón y mata la empatía. El contagio en El pueblo de los malditos es humano, no extraterrestre.
Si bien El secreto de sus ojos le arrebató el Óscar (previsible, dada la molicie Hollywoodense), cosecha premios y polémicas. El austriaco Michael Haneke es ya un realizador de culto y maldito. Esta obra maestra escarba con elegancia y ferocidad en lo más deleznable de la condición humana. En su propio remake de “Funny Games” los atildados asesinos, vestidos de blanco y con rostro infantil, se burlan de los torturados fingiéndose de familias antisociales. Su tesis pareciera ser que la maldad que evidencia no proviene de los márgenes irregulares, sino de lo más noble y reputado de la tradición occidental –como se observa en su “Caché” (”El observador oculto”), que desnuda a la burguesía francesa racista y brutal-, e incluso, en un sentido más amplio, de las instituciones que se supone combaten el mal: la religión, la moral (este mundo es absurdo). Y ni siquiera nos involucra en la catarsis de una matanza final (“Si…”). En ese paisaje alemán (1913 y 14), el genocidio que anuncia es el de las dos Guerras Mundiales, sin que se limite a los orígenes del nazismo, como él mismo subraya, ya que El huevo de la serpiente se incuba en el El castillo de la pureza -ya sea éste un caserón en México, la dictadura en España (“La caza”), ó…-.
El inquietante blanco y negro de la exquisita fotografía, entre el sosiego y la barbarie, revela tanto la dualidad como la simpleza de ese mundo de campesinos atados a la servidumbre de un barón terrateniente, opresor al que odian soterradamente mientras le cantan hurras en las ceremonias.
Un pastor protestante teje la ideología del pecado y ceba el peñasco (Albert Camus) de la culpa (Carlos Castilla del Pino) con que en esa (La) Aldea aplastan la bandada de niños y adolescentes que deambulan ominosamente en su reducido espacio pueblerino, como avecillas enjauladas. Precisamente, el pajarito del pastor es crucificado por causa de su dueño, e igual sufren los otros inocentes (el último alude a Ingmar Bergman y a Sófocles). Su rigidez, su prepotencia; y en la diatriba final al maestro (y narrador en off), su cinismo, retratan ese puritanismo que ligado a una cruz (constante en los fondos) adora la muerte (Erich Fromm lo llama necrofilia); con el mismo talante que cierto discurso católico y evangélico actual; pese a los Evangelios y su insólito testimonio de amor. Este varón, cetro de la visión dominante, no duda en repetir, confrontado a la verdadera maldad, la doble moral del médico (la ciencia sin conciencia), que desprecia y abusa de mujeres y niños (“Festen”/”La celebración”); ¨Haz de ser tan infeliz…¨, le espeta al galeno la comadrona, amante, cómplice y víctima.
De primeros planos de rostros inexpresivos pasa a la cámara fija o a planos secuencia regido por una lentitud exasperante e hipnótica, donde lo esencial no se ve (Wim Wenders) y nos obliga a ser testigos de ese retazo de mundo que explicita la violencia estéril y su inevitabilidad (en “Funny games” los sádicos se dirigen al espectador y en “Caché” pienso que Haneke –o sea, nosotros mismos, los espectadores- hacemos los vídeos).
Su lucidez es dolorosa; mas son peores la mentira y la estupidez.
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