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¿Cuál es el lugar de la música clásica en la actualidad? ¿Cómo hacer que perviva? ¿Qué vigencia tienen las grandes obras? Uno de los mejores músicos del mundo responde: «La música es una experiencia física y anímica» y «debe ser también provocativa, incluso subversiva»
De entre todas las definiciones de la música que me han impactado quizás la que más acertada me parece es la de Ferruccio Busoni. «Es aire sonoro», decía el músico. Yo así lo veo, así lo creo, así me enfrento a ella. No creo que se deba hablar nunca de músicas del pasado. Ni afrontar nosotros el oficio como la resurrección de algo muerto, inerte. Ese «aire sonoro» nace, vive y desaparece en el mismo momento que lo traemos a este mundo.
Por eso no contemplo la obra de Bach, de Beethoven, de Brahms o de Wagner como algo ajeno a nuestro tiempo. Nosotros, los músicos, somos hijos de ese tiempo, de este mundo. Nuestra misión es ejecutar piezas concretas. No estoy de acuerdo con el término intérprete. Somos ejecutantes. Son los políticos quienes necesitan intérpretes para ser comprendidos, no los artistas, ni el genio creador. Y como tales, trasladamos los signos negros de un pentagrama a un mundo físico y carnal, fabricamos algo concreto con guías e instrumentos. Trasladamos, traducimos al público unas indicaciones que esperamos haber comprendido y profundizado.
Lo que sí aplicamos en esa ejecución son cuestiones estilísticas. Marcamos la diferencia entre cada compositor con eso. Lo que es lícito en Mozart no lo es en Boulez. Pero el resto del trabajo no consiste más que en convertir en masa física las oscuras manchas de cada partitura. En este sentido, la música es objetiva y tiene su valor. Pero esto mismo, la calidad que se deriva de la reflexión sobre la obra, llega a su expresión máxima en el momento de la ejecución. Las buenas se distinguen de las malas en que son aquellas en las que el oyente tiene la sensación de presenciar algo que se está inventando en ese mismo instante irrepetible. El público debe ser consciente de eso.
Es la experiencia que yo sentí cuando escuchaba a Furtwängler o a Arturo Rubinstein y lo que he perseguido después toda mi vida bien cuando dirijo desde un podio o cuando toco el piano, dicho sea de paso, el instrumento que más se asemeja a una orquesta de todos cuantos existen.
Lo que varía ciertamente es la percepción de quien escucha. No es igual nuestro mundo al del siglo XVIII. La forma de ser, la forma de vida ha cambiado como varía el estilo. Pero sólo el estilo. Lo fundamental, el sentimiento que nos sugiere una gran obra, no se ha transformado tanto. En nuestro interior experimentamos exactamente igual el amor, el odio, la envidia, la compasión y la venganza a como lo hicieron nuestros antepasados.
La música pues es una experiencia física y anímica. Como tal, se crea por el ejecutor. Es decir, se hace concreta y como tal se percibe por quien la recibe, con un estado de ánimo cambiante que nos producirá, según el momento, sensaciones encontradas y diferentes a como la escuchamos en distintas ocasiones.
Ahí está la magia, ahí reside el misterio. No es cuestión de poder, ni de carácter. Entronca más con la sensibilidad y con el sentido práctico. Cuando escucho hablar del poder de los directores de orquesta mi reacción es escéptica. El poder como tal está en los músicos de las orquestas. Un director por el hecho de levantar la mano con la batuta no produce nada. El sonido reside en manos de quien toca el instrumento. Su cometido es que todos los miembros de un grupo piensen lo mismo en el instante de producir la música. Esa es la clave de su carisma. También conseguir que toquen para él en un momento concreto pero sin dejar de ser ellos mismos. Ahí se marca el camino para llegar al auténtico pulmón colectivo que debe ser la música. No en la elegancia ni el en frac, sino en la capacidad de convencerles de una idea común.
Y en ello no deben entrar otros fines. Mi experiencia con el West-Eastern Divan, la iniciativa que montamos Edward Said y yo mismo, se basa en eso. Muchos lo han definido como una manera de utilizar la música para llamar la atención sobre el conflicto de Oriente Próximo. No lo es. Se trata de una iniciativa meramente musical y no política. Pero durante los años que la hemos puesto en práctica, ahora en nuestra sede andaluza, hemos demostrado a las autoridades de ambas partes que si bien consideran que israelíes y palestinos no pueden convivir juntos tendrán que explicar cómo es posible que jóvenes músicos de ambas partes interpreten sinfonías de Mahler, Chaikovski o Beethoven, atril con atril, y luego no sean capaces de habitar un mismo suelo.
La música debe ser también provocativa, incluso subversiva me atrevería a decir. Está en su naturaleza. Cuando en las óperas de Mozart observamos los acompañamientos orquestales para las voces no los concebía de manera pasiva, sino para conseguir que los diferentes planos de las piezas se empujaran, se provocaran entre sí con un efecto concreto. Ese espíritu está ahí, en la gran música. Desde el Divan estamos convencidos de que no hay solución militar al conflicto. Enseñamos, deseamos y promovemos el diálogo entre las partes con nuestras convivencias anuales. Si bien no obligamos ni esperamos que nadie acepte ni acate las exigencias del otro sí que al menos las conozca, las escuche y las respete. Ese y no otro es el camino correcto hacia el encuentro de la armonía.
Tomado de Babelia.
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