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“El asesinato de Ellacuría me hizo más radical y más combativo” dijo, un día, ese hombre de 64 años, jesuita y exrector de la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. No es para menos. José María Tojeira, un gallego de Vigo, con más de 40 años de vivir en Centroamérica, probablemente escapó por alguna casualidad de la espantosa masacre en la que el ejército salvadoreño asesinó a sus amigos, el padre Ignacio Ellacuría (también rector de la UCA), a otros cinco jesuitas, a una empleada de la residencia y a su hija (de solo 15 años), un 16 de noviembre de 1989. Antes, asesinaron a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, cuando decía misa, en marzo de 1980.
Tojeira acaba de dejar su cargo en la UCA y, en San José, conversamos sobre aquellos años de guerra y de sangre, de crímenes horrendos, de heridas que no terminan de sanar. Pero hablamos también de El Salvador y la Centroamérica actuales, y de la rebelión en las plazas de España: – Más que sorprenderme, me alegra. El empleo es el gran problema allá. No esperaba las cosas que están ocurriendo, dijo Tojeira, sobre las protestas en España.
Este es un resumen de su conversación con UNIVERSIDAD, después de la invitación de la Cátedra Eugenio Fonseca Tortós, organizada por la Decanatura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica.
El Gobierno de Mauricio Funes despertó renovadas expectativas en la región. Tras dos años en el poder, en El Salvador, ¿Cuáles expectativas se cumplieron?
– Lo positivo del Gobierno de Funes es levantar un diálogo sobre la realidad del país en el que participan todos los sectores. El Estado nunca se ha preocupado realmente por la gente en El Salvador.
Funes creó el Consejo Económico y Social pero, en el debate, la derecha pegaba brincos por cualquier cosa. El objetivo era entablar un diálogo sobre El Salvador que queremos. La intención de fondo es llegar a una especie de pacto social, muy orientado hacia una reestructuración del sistema fiscal.
Pero hay un problema de visión muy fuerte en la derecha de El Salvador. Es una derecha muy poco ilustrada y encerrada en sus propios intereses. Uno habla de socialización de servicios y ellos piensan que es “comunismo”.
¿Cuáles áreas reflejan el cambio político impulsado por Funes en El Salvador?
– Un logro de Funes ha sido, mediante negociaciones, introducir una nueva dinámica en el sistema judicial. La Sala de lo Constitucional empezó a jugar un papel para imponer respeto a la legalidad del país. Hasta ahora, el Poder Judicial dependía del poder político y esos cambios ponen nervioso el sector político.
Funes ha promovido también programas de transferencias a los sectores más pobres de la sociedad, similares al modelo brasileño.
Pero, tengo la impresión que es insuficiente. El Estado salvadoreño no solo refleja la desigualdad en el país, sino que esta se promueve estructuralmente desde el Estado. El sistema de pensiones es solo para el 20% de la población; el sistema educativo tiene muy graves diferencias entre el público y el privado; y lo mismo ocurre en la salud.
No han tocado la esencia del Estado, estructurado con base en la desigualdad. El debate sobre eso está todavía demasiado verde y no siento que vaya madurando.
Además, el Gobierno heredó una deuda muy grande de los Gobiernos de la derecha, representada por Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), incluso en el tema de la seguridad. ¡La derecha que logró, con su mal gobierno, despertar todo este problema, ahora no le perdona a Funes que no lo arregle en dos años!
La violencia es endémica en el país, donde tenemos 60 homicidios por cada 100 mil habitantes. Es cierto que, en El Salvador, ese índice nunca ha bajado de 30 por cada 100 mil habitantes, entre otras cosas por el tipo de estructura estatal. Esta favorece a uno pocos y deja al ‘sálvese quien pueda’ a los de abajo, quienes solo tienen tres alternativas: querer superarse en sus hijos; la emigración (2 millones de los 8 millones de salvadoreños migraron); y la delincuencia.
Después de una trágica Guerra Civil y de 20 años de gobiernos de ARENA, la elección de Mauricio Funes parecía confirmar que América Central buscaba un nuevo rumbo. ¿Se avanzó en esa dirección?
– En El Salvador, ciertamente hay un poco más de esperanza, por algunos logros, como los que hemos mencionado.
En Honduras, todo el movimiento en torno al golpe de Estado de junio del 2009 despertó una cierta esperanza. Como evolucionará todo esto está por verse: ¿se creará un nuevo partido, quién lo va a dirigir, va a ser un movimiento social? No sabemos.
El golpe ha sido un revulsivo que mostró una fuerza social más activa de lo aparentado, en un país donde los dos partidos tradicionales llevan más de cien años en el poder, aliados con los militares.
Ante el golpe, me desconcertó la actitud del Cardenal Oscar Rodríguez y del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, Ramón Custodio. Esperaba de ambos una palabra para el diálogo después del golpe. Pero no lo ha sido así.
En Nicaragua siento un deterioro de lo político. Los grandes ideales de la revolución giraron hacia un populismo excesivamente pragmático, que no trasciende a la planificación seria del futuro de Nicaragua.
Es una izquierda que se ha desprestigiado mucho. Pero sigue cumpliendo un papel de moderación de los problemas. Recuerdo los grandes ideales y los logros de la revolución en alfabetización, en la creación de cohesión social y en despertar un sentimiento de autoestima popular. Eso continúa absorbiendo una parte de los valores y limitando la protesta popular.
La revolución significó un corte tremendo de los procesos de desigualdad de Nicaragua, despertó la conciencia de dignidad del pueblo, aparte de la reforma agraria y la alfabetización, aunque el analfabetismo volvió a crecer.
Una parte del contraste de Nicaragua con los países del triángulo del norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador) con respecto a la violencia –pues sus índices son mucho menores– se debe a ese espíritu de cohesión social, que todavía se mantiene y ayuda a aminorar las contradicciones sociales de generan violencia.
Centroamérica parece hoy agobiada por los temas de la seguridad, consecuencia de una creciente criminalidad organizada. La violencia parece superar los años de guerra. En su opinión, ¿cuál es el origen de esa violencia y qué le da sustento?
– Hay una tradición de violencia fuerte en la región. Estos países han estado plagados de revoluciones y de guerras civiles. Los Estados han sido Estados oligárquicos, preocupados por una cierta minoría y han dejado a su suerte a la gente de bajos recursos.
La institucionalidad ha sido también muy floja. Y ha habido una enorme desigualdad entre la gente. ¿Por qué el Salvador tiene tanta violencia? Porque en un país hacinado, la violencia se observa mejor. La gran migración demuestra también que se puede vivir de otra manera mejor.
Y luego están los otros factores: un Estado débil, la estructura social excluyente, una policía ineficiente e índices de impunidad muy fuertes.
El problema de la violencia, en Centroamérica, tiene que resolverse en conjunto o no se va a resolver. El delito está cada vez más interconectado.
Usted tiene una vasta experiencia en América latina. En una entrevista reciente habló de “un proceso de búsqueda de independencia en Latinoamérica”. ¿Dónde estamos en ese proceso?
– América Latina está cobrando una mayor identidad como región. Todas estas experiencias políticas de transformación –como en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina– aunque son distintas, muestran un deseo de presencia internacional, con una dosis de personalidad propia, comparada con lo que ocurría hace 50 años, cuando las votaciones eran casi unánimes con Estados Unidos. En los tiempos de las dictaduras se quería ser aun más de derecha que Estados Unidos.
Hay un avance más sólido de conciencia, de búsqueda de identidad regional. Son procesos lentos y, a veces, muy marcados por personalidades, pero si uno ve el conjunto, crece esa identidad propia, ese enfoque de los problemas regionales desde un diálogo interno, de nuevas alianzas.
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