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Al llegar a mi clase de Pensamiento latinoamericano el pasado lunes 2 de mayo por la mañana, mis alumnos querían hablar sobre la muerte de Osama bin Laden. La noche anterior yo había escuchado la noticia y el primer discurso del presidente Barack Obama al respecto, pero no había tenido tiempo de meditar. Siendo además mis alumnos residentes neoyorquinos de las más diversas procedencias en el orbe, preferí no emitir una opinión prematura. Les pregunté por la suya. Una alumna caribeña pensaba, ingenuamente, que ahora “las tropas regresarían a casa”. Otra, árabe, sospechaba que nada había cambiado efectivamente. Un optimista partidario demócrata se alegraba al prever la renovada popularidad del presidente.
Pronto preferí decirles que lo mejor que podíamos hacer era ir a lo nuestro: estudiar, crecer en razonamiento y sensibilidad. Con mi actitud en realidad quería darles tiempo para pensar antes de emitir juicios prematuros. Por lo menos ninguno expresaba el nacionalismo desenfrenado que otros estudiantes universitarios habían desatado en las calles de Washington D.C. Yo mismo no tenía claro mi pensamiento. Me molestaba la susodicha explosión de nacionalismo, el discurso patriótico y militarista del presidente, y la trasgresión de la soberanía paquistaní. Sin embargo, sentía respeto y cautela para escuchar la opinión de los estadounidenses.
Solamente el jueves, cuando Obama visitó Nueva York, pude precisar la principal razón que motivaba mi disconformidad e incomodidad. El gobierno, la prensa, y la mayor parte de la opinión pública de los Estados Unidos han interpretado la muerte de Bin Laden como un acto de justicia. Sin embargo, no pienso que transgredir la soberanía de un país para matar a una persona, aunque sea un criminal, sin antes juzgarlo, sea un acto de justicia. Podría resultar simplemente un acto de venganza.
Para crear y fomentar la justicia se requieren otros métodos para perseguir otros fines. Se hubiera requerido, por ejemplo, aprehenderlo por medios lícitos de colaboración internacional, no de atropello, y juzgarlo por las vías judiciales más adecuadas. Como mínimo, aunque se le hubiera secuestrado, hubiera sido necesario juzgarlo debidamente, dando paso a la deliberación y a la reflexión colectiva. Talvez de esta manera los Estados Unidos hubieran merecido el honor de quien promueve la justicia. Pero únicamente han conseguido matar al enemigo, una retribución basada en el rastrero concepto del “ojo por ojo”. Forjada a costa del sufrimiento de cientos de miles de víctimas de sus guerras, hasta podría resultar una venganza pírrica.
Al retomar el tema con mis alumnos, les propuse que crear la justicia es un enorme desafío. Debemos concebirla, intentar construirla, evaluarla, reflexionar, dialogar, reconcebirla, reconstruirla, perseverar. Los textos que hemos leído de Bartolomé de las Casas les ayudaron a entender la magnitud del esfuerzo en el caso de la guerra. No intenté esbozar con ellos lo que es el ideal de justicia, ni siquiera la justicia en este caso. Concluimos, sin embargo, que es imprudente felicitarse por un acto que no construye ninguna justicia defendible, pero que aún ahora tenemos la oportunidad de seguir creándola.
¿Servirá la muerte de Bin Laden para sanar en parte las heridas de setiembre del 2001? ¿Para comenzar a cerrar el ciclo de guerras que se desató entonces? ¿Facilitará la liberación de personas injustamente detenidas en las prisiones militares estadounidenses? ¿Ayudará a detener el maltrato que han sufrido los musulmanes en los Estados Unidos y el mundo en la última década? ¿Nos conducirá a aplacar odios, reconciliar, y promover la paz? Ojalá sea así. Mi esperanza es que los universitarios neoyorquinos, como los costarricenses y los de todo el mundo, contribuyan a esta justa causa.
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