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Ronald Scola cursaba el tercer año de la carrera de inglés en una de las universidades estatales. Trabajaba en las noches de salonero para pagar sus estudios, mantener a su madre y a sus dos hermanos menores. La suya era una familia pobre, pero digna y educada.
Scola era un excelente salonero: servicial, aseado, ceremonioso, simpático, seguro. Se había ganado la confianza de sus patrones.
El famoso millonario Rodrigo Cortés visitaba dos veces por semana el restaurante. Tenía fama de misántropo, cascarrabias, exigente, tacaño, pero como todas las personas del mundo tenía su lado bueno. Scola lo había atendido varias veces y Cortés estaba muy contento con su trabajo.
Rodrigo Cortés pagaba la propina de ley y no era tacaño consigo mismo: pedía los platos y vinos más costosos. Como muchas personas de este mundo, Ronald soñaba en tener mucho dinero, salir de la pobreza. Scola era muy ingenioso, espontáneo, listo.
Un día Scola atendió muy bien al millonario; en la mente de Cortés nació la idea de darle, cosa rara, más dinero que la propina de ley. -¿Cuánto quieres de propina?- le preguntó Cortés súbitamente. Espontáneo, seguro y firme le respondió: “¡40 millones de colones, señor!”
-¿No te parece mucho?- le preguntó el millonario pensando que se trataba de una broma. -¡No, señor, me parece lo justo, me los he ganado! – le respondió Ronald al millonario sin inmutarse y mirándolo con mucha seguridad a los ojos.
Rodrigo Cortés sintió la mirada de seguridad de Ronald. Espontáneo, sacó la chequera de su elegante traje y le dijo: “Te voy hacer un cheque por… por… 60 millones de colones: ¡Te los has ganado muchacho!” -¡Gracias, señor!-le dijo Scola.
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