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Tendemos a pensar que vivimos en un mundo organizado y eterno, pero la praxis nos echa a la cara todas las violencias: política, familiar y social. Las violencias nos desconciertan porque son perpetradas por quienes tienen la responsabilidad social y jurídica de cuidar a las y los y ciudadanos o de la pareja y la familia y garantizar la predictibilidad de la vida cotidiana. La transformación de la sociedad giró del carácter protector al carácter violento que destruyó y desmintió todos los significados. La violencia política justifica la persecución de los inconformes y la tortura de los pueblos; las instituciones no se responsabilizan de catástrofes ni de la seguridad ciudadana; el crimen y la tragedia mediática mistifican el terror de la cotidianidad. La macroviolencia capitalista y patriarcal tiene su correlato en la violencia intrafamiliar, por lo que actualmente afrontamos todos los niveles del espectro. Un adulto puede ser explotado y robado políticamente, un niño puede ser seducido, una mujer puede ser explotada emocionalmente o golpeada y las minorías segregadas.
Según el DSMIV, la violencia es “un acontecimiento que va más allá del rango de las experiencias humanas habituales y que genera marcado malestar, tal como la amenaza al riesgo de la vida y de la integridad humana o daño a los hijos, cónyuge, parientes o amigos, destrucción del hogar o de la comunidad o presenciar el daño o muerte de otras personas como resultado de accidente o violencia física”.
El acto siniestro de hacer el pasaje de protector a victimario, lleva a los miembros de la familia o de la pareja a pasar de ser “sujetos sociales” a “objetos sociales” violando normativas básicas de relación interpersonal y haciendo apropiación del cuerpo de la víctima con la consecuente invasión emocional al self : “lo que te sucede es porque te lo ganaste”.Y dando paso a disociaciones cognitivas con las que decimos “no está pasando nada”.
La manera “correcta” de pensar vehiculiza amenazas para no pensar de manera “incorrecta”, por las consecuencias morales y las subsecuentes formas de coerción que serán ejercidas sobre pueblos, grupos sociales o personas. La coerción es el discurso (carnicerías, golpizas y hostigamientos) de la violencia estructural para someterte.
Por lo tanto, hay que tener cuidado a la hora de plantearse como el “sujeto de la norma” cuando es estar de acuerdo con prácticas de socialización respondientes a un deber ser plegado a cánones de violentamiento estructural.
Hay que cuestionarse qué tipo de norma estamos defendiendo; si es la del sujeto del poder o aquella que nace de nuestra vida cotidiana y marca individualidades que nos organizan identitariamente para reconocer una nueva ley, no la de estar sujeto a otro por medio del control y la dependencia, sino la del sujeto de la conciencia.
Tal es el caso de las agrupaciones de mujeres que se han rebelado contra los pactos patriarcales que las subsumen en la deformación y representaciones mistificadas impuestas. Por medio del autoconocimiento y la autoridad femenina, hemos conquistado nuevas leyes contra lo que nos disocia y ata nuestra subjetividad a cánones históricos de sometimiento. Por supuesto que con esto, a muchos se les terminó la fiesta hace rato. Las nuevas normas de la autoridad femenina -por autoridad me refiero a la intelectualidad, la solvencia moral y la eficiencia pública y privada del desempeño femenino- se transversalizan en todas las luchas sociales mundiales; todas las sociedades y las ciencias modernas, hemos fundado partidos políticos, economías alternativas y megatendencias inclusivas de nuevas construcciones de masculinidad. No es atacar a un grupo, elite o clase y no son las ilusiones de cambios radicales en un futuro preciso, polarizaciones innecesarias, retóricas y teoréticas. Ya se terminó también aquella vieja división entre el cuerpo y el alma, porque las emociones duelen en el cuerpo y ahí dejan huellas. Lo más importante no es lo público, sino lo privado; más bien se trata del antiautoritarismo y del compromiso personal que se lucha desde la cotidianidad del mal, para vencer las disociaciones deformadoras que impiden volver sobre el sí mismo y su propia producción, que nos separan de los otros en la vida comunitaria. Las nuevas fortalezas y luchas pueden ser tanto individuadas como totalizantes, pero sobre todo cuestionadoras de la norma de dominación para inscribir nuevas formas no violentas de sujeto y de poder.
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