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Muerte de Bin Laden: alegría para salvajes

Dos cuerpos carbonizados penden, como muñecos incautados al infierno, sobre la cuna de nuestra civilización en las inmediaciones del río Éufrates. Las imágenes todavía queman. Una multitud enardecida se ceba con los cadáveres: la muerte le sabe a poco, así que mutila y lincha entre gritos de triunfo a sus semejantes, humanos que han perdido tan caro nombre y a los que simplemente llama, con furia espumeante en la boca, enemigos.

Dos cuerpos carbonizados penden, como muñecos incautados al infierno, sobre la cuna de nuestra civilización en las inmediaciones del río Éufrates. Las imágenes todavía queman. Una multitud enardecida se ceba con los cadáveres: la muerte le sabe a poco, así que mutila y lincha entre gritos de triunfo a sus semejantes, humanos que han perdido tan caro nombre y a los que simplemente llama, con furia espumeante en la boca, enemigos.
Ocurrió el 31 de marzo de 2004 en la localidad de Fallujah, en el corazón de Iraq, y Occidente se estremeció ante semejante manifestación de barbarie. Aquel episodio vergonzoso supuso un punto de inflexión en la guerra contra Saddam Hussein (apresado tres meses antes y ahorcado casi tres años después), máxime cuando los insurgentes celebraban la profanación con proclamas de “venganza para Saddam”, y dio alas a George Bush para continuar su guerra contra el terrorismo apodada cínicamente Operación Libertad Duradera.
El pasado 1 de mayo le llegó su sanmartín a Osama Bin Laden y se volvieron las tornas. Lo que entonces nos pareció repugnante lo imitamos impúdicamente, eso sí, de manera más estética en la forma –porque no hay ni cuerpo del delito (supuestamente arrojado al mar en una inverosímil muestra de respeto hacia la ley islámica por parte de los militares estadounidenses que dejaron patente su nivel de urbanidad en Abu Ghraib)-,  pero con idéntico sadismo en el fondo. Aplaudimos el asesinato, elogiamos la aniquilación ajena sin reparar en que, desde Asia hasta América, actuamos como títeres manejados por hilos de emociones viscerales arteramente inducidas desde la política y amplificadas por ciertos medios para abortar en nosotros cualquier conato de reflexión crítica. El líder de turno (en este caso Barack Obama) decreta incluso los estados de ánimo, la alegría para salvajes.
Ninguna muerte sirve para vengar –y mucho menos para redimir- otra. Sin embargo, los poderes fácticos parecen tener especial interés en vivificar la denostada Ley del Talión y su estela podrida de sangre bajo argumentos justificadores y so pena de alta traición –en uno u otro bando- si no se comulga con su primitivismo degradante. Al-Qaeda se ha comprometido a recrudecer la yihad (el aberrante oxímoron de la guerra santa) y seguir ciegamente el protocolo envenenado del ojo por ojo. “Les hemos cortado la cabeza”, declaraba un jactancioso Obama en la base Fort Campbell refiriéndose a la eliminación de Bin Laden, ignorando –o tal vez no- que en materia de terrorismo, a modo de trasunto de la policéfala Hidra de Lerna, por cada cabeza cortada crecen dos nuevas si se persiste en los mismos métodos que enquistan la sed de revanchismo.
Da la impresión de que hemos sido reducidos a meros espectadores en un macabro teatro de guiones demasiado predecibles –y, si se me permite el desliz, hollywodienses– para resultar creíbles a estas alturas. Esta guerra, por más que nos vendan la idea de no tener precedentes en cuanto a su globalización y a su alcance destructivo (si bien es cierto desde el punto de vista técnico), no tiene nada de original respecto a cualquier otra guerra. Incluso en La Ilíada se describe cómo Aquiles se ensaña con el cuerpo de Héctor tras haberlo ejecutado como preámbulo de la caída de Troya. Fallujah, queda claro, no fue la primera vez.
Además de la siempre conveniente parafernalia mitológica como recurso narrativo, urge contar con un chivo expiatorio a la medida, idiotizar a los ciudadanos con el discurso maniqueo de buenos y malos para que nadie caiga en los verdaderos propósitos de este fuego cruzado en el que todos estamos atrapados: insuflar el miedo a la población para mejor dominarla y el enriquecimiento homicida de unos pocos a costa del sufrimiento de muchos.
Más allá de las arenas movedizas de las ideologías, hay una tierra firme que los poderosos de cualquier facción ansían colonizar: la del beneficio económico. El excelente documental Why we fight (“Por qué luchamos”), dirigido por Eugene Jarecki en 2005, pone el dedo en la llaga denunciando el negocio millonario de la guerra, última motivación de la lucrativa industria militar y de sus chupópteros adláteres. Por cierto, los dos cuerpos carbonizados con que abría este artículo pertenecían a mercenarios de  Blackwater Security, filial de Halliburton (vinculada al ex vicepresidente estadounidense Cheney), una mina de oro que sólo florece entre bombas.
En Mesopotamia (hoy Irak), en las inmediaciones del río Éufrates, nació el primer sistema de escritura en el 3500 a. C. consignado en las famosas tablillas de arcilla de alfabeto cuneiforme, el milagro de eternizar la comunicación de la especie; tras más de cinco milenios sin entendernos, ya va siendo hora de inventar un nuevo lenguaje en el que la manipulación de los políticos y de los medios a su servicio no tenga cabida.

  • Andrés de Muller
  • Opinión
Terrorism
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