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En 1933, con tan solo 17 años, Yolanda Oreamuno escribe el ensayo ¿Qué hora es?, en el que retrata diferentes aspectos nocivos de la sociedad y de la mujer de entonces.
Este texto esboza una de las primeras evidencias documentadas de lucha por los derechos de las costarricenses, atacando las trincheras de la doble moral, el machismo como tradición cultural y la autocompasión femenina.
¿Qué hora es? fue presentado a un concurso literario del Colegio Superior de Señoritas, donde ella cursaba estudios, que invitaba a exponer el tema “medios que usted sugiere al Colegio para librar a la mujer costarricense de la frivolidad ambiente”, incitante y desafiante para la época.
Tal vez por lo voraz de sus acusaciones y la asertividad en denunciar lo que para muchos era “normal”, un asustado jurado del concurso lo dejó en el cuarto o quinto lugar y le otorgó una mención de honor a la autora.
Tras muchos años de un destierro cuestionado por algunos como voluntario y como forzado por otros, luego de ser olvidada su belleza física impresionante y pisoteado su talento como retratista de la realidad a través de la palabra, Yolanda empezó a convertirse, tras su muerte, en 1956, en una figura interesante para el círculo intelectual del país, que leía con asombro su obra y daba crédito a su genio creador. Entonces empezó a hablarse de Yolanda Oreamuno como una escritora de respeto y no solo como la mujer irreverente que volvía locos a todos con sus encantos.
Lamentablemente, la notoriedad que produjo este pequeño tributo a su talento, dio paso a que se convirtiera también en un atractivo accesorio de moda para algunos personajes descoloridos, carentes de la capacidad creadora que a ella le sobraba. Entonces Yolanda pasó a ser la pólvora que encendía la auto-bomba de los “expertos” en su obra, vida y milagros. Presencié en varias ocasiones discursos agobiantes que quienes se autoproclamaban como dueños de la verdad absoluta de ella, su vida personal, sus amores y hasta de destino de su obra, en su mayoría, aún hoy, perdida. Todo esto provocó algunos deslucidos ensayos, artículos, conferencias, entrevistas y anuncios de proyectos de novelas, biografías y piezas teatrales que, según parece, quedaron solo en verborrea.
Una noche de hace ya algunos años, rodeado por verdaderos intelectuales nacionales, como Daniel Gallegos, Clotilde Obregón, Emilia Macaya y Roxana Pinto, tuve la oportunidad de escuchar las ideas de don Sergio Ramírez acerca de una novela sobre Yolanda. Aparte de la seriedad con que él, siendo un señor escritor, podría abordar un proyecto como éste, pude ver en sus ojos esa inquietud que despierta la admiración hacia nuestra escritora cuando es genuina, la pasión que provocan su palabra y su historia cuando se conocen sin la intención del provecho propio.
Desde esa noche no he dejado de esperar la ansiada novela, con la curiosidad devorante de un fanático confeso de Yolanda y su obra, con la angustia de que algún personaje sin talento se atreviera a publicar antes algo para la satisfacción de su yo y no del Y.O. de Yolanda Oreamuno, deshonrando su memoria.
Dichosamente, La Fugitiva hoy es una realidad y la obra maestra que ansiábamos los autoproclamados (sin pretensión alguna) “guardianes” del legado de Yolanda. En las voces de tres mujeres, muy distintas y muy parecidas en su objeto del afecto, que es la escritora, don Sergio asume, con valentía y señorío, el reto de despojar a la mujer de los mitos que en torno a ella se tejieron con agujas que a veces hasta ella misma enhebró. El resultado es una voz cada vez más cercana, más humana de Yolanda, que parece regresar de cuando en cuando desde su exilio definitivo, para manifestarse como una de los principales baluartes de la literatura nacional.
Luego de 78 años de que Yolanda expusiera sus medios para librar a la mujer costarricense de la frivolidad ambiente, y tras 55 años de su muerte, Sergio Ramírez rescata a la escritora de esa misma frivolidad, que, ayudada por egos desmesurados y una inmensa indiferencia, mantuvo cautivas obra y figura de esta eterna fugitiva y enemiga de la superficialidad.
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