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La materia de tránsito está sustentada en dos ramas del derecho que representan un mismo poder de castigo que tiene el Estado. Esto ha costado que se entienda por diversos profesionales en este país y ha generado, desde mi punto de vista, parte del caos que rodea las reformas a la Ley de Tránsito.
La Ley de Tránsito está alimentada por el Derecho Administrativo Sancionador (antes denominado Derecho Penal Administrativo) en los casos donde hay un accidente por infracción a las normas de la conducción y por el Derecho Penal para aquellos supuestos en los que hay un accidente de tránsito (ya sea conocido por un Juzgado de Tránsito, si no hay afectación a personas por más de cinco días de incapacidad o por un Juzgado o Tribunal Penal cuando se afecta la integridad física o la vida por más de cinco días).
Ambas ramas tienen principios comunes, dentro de ellos el principio de proporcionalidad. Su control constitucional está justificado en el tanto la potestad estatal de, para el caso que interesa, multar no puede ser ilimitada, pues el mismo ente que crea la sanción se beneficia de ella desde que la multa siempre ingresa a sus arcas.
Si quien legisla usa, como parámetro de la multa, un monto superior al salario mínimo legal diario que prevé el Decreto de Salarios mínimos, es obvio que lo hace fuera de toda razonabilidad, pues una gran mayoría de costarricenses apenas reciben dicho salario y los obligaría a que se endeuden para pagar una infracción.
Además, se parte de la tesis, frecuentemente descartada por estudios empíricos en distintas sociedades, que las sanciones altas cambian (permanentemente) la conducta de los conductores lo cual, si bien puede suceder momentáneamente (asumiendo que las estadísticas que se usan sean confiables), tiende siempre a revertirse con el tiempo. Si aquello fuera cierto, sociedades con pena de muerte no tendrían delitos.
El mecanismo más efectivo para los cambios de patrones conductuales es la inversión constante en educación vial (lo que implica erogaciones y no ingresos estatales), acompañado del control y la vigilancia en carreteras, aún en días lluviosos, a cargo de la policía de tránsito no para recaudar dineros sino darle cabal cumplimiento a las normas sobre la materia. Evidentemente, la intención de legislar a favor de multas altas calma el clamor popular, pero diluye la responsabilidad que le corresponde al Estado en ese control y vigilancia del tráfico vehicular.
La decisión de la Sala Constitucional que declara la desproporcionalidad de la multa por el no uso del cinturón de seguridad, no es propia de un país tercermundista ni implica un retroceso de cinco pasos ni protege al conductor irresponsable, como de manera efectista se ha dicho, sino que ha venido a recordarle al Estado (y particularmente a los legisladores) que existen principios básicos que limitan sus potestades las cuales, por ello, no son irrestrictas en un Estado de Derecho.
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