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El mundo lo recuerda por su frase-slogan “el medio es el mensaje”, que lo convirtió en un icono y le atribuyó poderes proféticos: Internet, 800 canales de tv, Facebook, Twitter, la inteligencia artificial… Pero la obra de este intelectual canadiense es más compleja que la premonición tecno: a partir del análisis del mundo mediático pop-publicitario que explotó en la posguerra, explicó cómo las herramientas que creamos moldean nuestra mente, cuál es la relación entre la tecnología y el cuerpo y cuáles son los efectos en la conciencia de los mensajes incesantes que recibimos.
Cuando la represa que ahora llamamos Internet abrió sus compuertas –¿hace cuánto?, ¿años, décadas, siglos?, ya nadie se acuerda ni importa– un aluvión de datos se nos vino encima. Fue como estar parado al pie de una montaña, aplaudir caprichosamente para tentar a la naturaleza y esperar que se desate un infierno blanco.
Y se desató: un Big Bang informativo estalló en las computadoras y al hacerlo las elevó al estatus de artefacto rey –o reina– de nuestras vidas. En un instante, el mundo de la pantalla para adentro se volvió Venecia. La información corrió como agua. Sólo fue cuestión de adaptarse al nuevo ambiente o autocondenarse a vivir como los niños burbuja, satirizados en algún capítulo perdido de Seinfeld.
Sin que mediara una nota de aviso, nuestros hábitos se reconfiguraron. Despertarse, encender la computadora, chequear el mail, mirar la página de un diario, Facebook y Twitter, se convirtió un acto reflejo y naturalizado. Pensamos y hablamos en lenguaje web. Decimos que subimos y descargamos un archivo como si hubiera algo ahí arriba. Tampoco tardaron en aparecer nuevos mandatos: si no está ahí, en la pantalla, no existe. Si uno no saca fotos o videos borrosos y epilépticos en un recital no hay pruebas fehacientes de siquiera haber ido. Hay nuevos “adentros” y nuevos “afueras”. Antes era los que tienen mail y los que no. Ahora es: los que tienen Facebook y Twitter y los que no. Negarse a pertenecer, a elegir qué consumir, dónde estar, qué decir –como repetir “no, no tengo celular”– se convirtió en un acto de resistencia y rebeldía adolescente por más que se haya pasado la barrera de los 30.
No hay que ser neurocientífico ni llamarse Nicholas Carr –ni escribir un libro llamado ++Los superficiales: ¿qué está haciendo internet con nuestros cerebros?– para saber que la revolución y el cambio también pasan por dentro, que nuestra paciencia se volvió ínfima (por algo le dicen a esta época “la era de la ansiedad”), y que atreverse a leer un libro de más de 400 páginas es todo un acto de arrojo y valentía intelectual.
Mientras las publicidades de proveedores de Internet continúan ofreciendo un acceso directo a la felicidad (más megas = más sonrisas, más conectividad = más jovialidad), los tecnopesimistas y los tecnooptimistas se tiran de los pelos y se pelean por definir quién tiene razón (¿Google nos hizo más tontos o más inteligentes?). Se arrojan iPads, ejemplares atrasados de la revista Wired, Kindles y muchas consignas con olor a viejo.
“La moda es el eterno retorno de lo nuevo”, repetía Walter Benjamin. Y estos tecnodebates también. Al fin y al cabo, antes de que el gran tecnogurú Kevin Kelly mostrara su barba blanca y abrumara a los tecnofílicos con su abrumador y adictivo libro ++What technology wants y su visión metafísica de la tecnología –el sistema tecnológico como un ser vivo que evoluciona y está sometido a las leyes de la complejidad y la auto-organización–, un canadiense espigado y de rostro rápidamente olvidable pensó, habló y exhibió las reglas de este juego. También, biológicamente.
“El próximo medio, sea cual fuere, podría ser la extensión de la conciencia –dijo en 1962 un hasta entonces no muy conocido Marshall McLuhan (1911-1980)–. Incluirá la televisión como su contenido, no como su entorno, y transformará la televisión en una expresión artística. La computadora como instrumento de comunicación e investigación podría mejorar la recuperación de información, volver obsoletas las bibliotecas y convertirse en una especie de línea privada de comunicación.”
Por entonces, Steve Jobs, Bill Gates y Tim Berners Lee –el auténtico padre de la web– tenían, los tres, siete años. Y ya había alguien en el planeta que hablaba de aquello que los iba a volver ricos, poderosos y conocidos.
EL MAGO Y LA ALDEA GLOBAL
McLuhan se convirtió en el profeta de la era electrónica sin quererlo. No le interesaba el futuro sino el pasado y el presente, la obra de James Joyce, los panfletos de la Reforma protestante del siglo XVI y la aparición de la perspectiva en el Renacimiento. Como maestro en lo que se denomina “pattern recognition” (o reconocimiento de patrones) se asomó a una era y a un estado de la tecnología que recién estallarían 15 años después de su muerte.
Distraído y provocador, sarcástico y críptico, McLuhan fue uno de los primeros intelectuales en ver más allá de las apariencias tecnológicas y de su momento histórico. Sólo tuvo que rascar la superficie para ver la verdadera cara de las tecnologías (y dentro de ella, los medios): prolongaciones de alguna facultad humana, psíquica o física. Así la rueda es una extensión del pie; el libro, una prolongación del ojo. La ropa, una prolongación de la piel.
Como un faro en la noche, McLuhan fue capaz de advertir y catalogar los efectos psicológicos de los medios electrónicos. Su tendencia a comprimir y disolver las dimensiones del tiempo y el espacio. “Nos convertimos en lo que contemplamos –escribió en su primer hit, ++La Galaxia Gutenberg (1962)–. Modelamos nuestras herramientas y luego nuestras herramientas nos modelan a nosotros”.
Fue todo un mago. Volvió visible aquello que resistía oculto. Su musa, su diosa, fue la electricidad, en la que vio la extensión del sistema nervioso y el ingreso a una nueva fase de la historia humana. Luego de 3000 años de tecnologías mecánicas advirtió que la electricidad había llegado para modificar absolutamente todo: los hogares, las escuelas, el transporte, el entretenimiento y, también, las formas de pensar. Si en la era industrial predominaba la secuencia –cadena de montaje– y el pensamiento lineal, en la era eléctrica gobierna la simultaneidad.
“Los efectos de la tecnología no se producen al nivel de las opiniones o de los conceptos, sino que modifican los índices sensoriales, o pautas de percepción, regularmente y sin encontrar resistencia”, sentenció en su libro más vendido, ++ Comprender los medios de comunicación (1965), una obra tan actual que al leerla pareciera haber sido escrita la semana pasada por este ciberfilósofo.
En la televisión McLuhan vio una fuerza que no respetaba ni distancias ni límites políticos o geográficos. Para bien o para mal, esta tecnología había logrado comprimir a la humanidad en una unidad, un campo unificado de experiencias, una “aldea global”, como la bautizaría entonces y para siempre.
UNA MAQUINA DEL TIEMPO
Para ingresar al panteón internacional de intelectuales –y codearse con gigantes como Lewis Mumford, Jacques Ellul, Walter Ong y Edward T. Hall– sólo tuvo que convertirse en la víctima literaria de un periodista y escritor en ascenso, Tom Wolfe, el duque blanco del periodismo, quien en un artículo de 1965 publicado en el ++New York Herald Tribune lo bautizó como el “pensador más importante desde Newton, Darwin, Freud, Einstein y Pavlov”.
Quizá Wolfe exageró, pero desde entonces McLuhan se volvió un icono, una estrella de aquello que desde hacía tantos años estudiaba: la cultura pop. Su rostro, de repente, estaba en todas partes: en la tapa de revistas, en entrevistas de revistas como ++ Esquire, Playboy, Life, en la pantalla de TV de la que tanto hablaba (McLuhan entrevistó a John Lennon y a Yoko Ono en ocasión de su campaña War is Over!).
Y llegó a la cima del star system cuando hizo un cameo en ++ Annie Hall (1977) donde Woody Allen lo saca de atrás de un afiche y le permite recriminarle a un hombre que se ufanaba hablando de él: “Usted no sabe nada acerca de mi obra. Hasta mis falacias las explica al revés”.
Al hacerlo, McLuhan se rió del fenómeno que había construido: él mismo, un producto más comentado que leído, el intelectual hippie de nombre pegadizo y de eslogans o aforismos llamativos –“el medio es el mensaje”, la frase-mantra más repetida en ciencias de la comunicación– que decía algo importante (pero no tanto como para recordarlo).
Mientras Los Beatles provocaban desmayos masivos y estropeaban las gargantas de sus fanáticas, mientras la minifalda provocaba ataques cardíacos y el pop art les sacaba canas verdes a los puristas, desde Toronto McLuhan se ubicó en el centro intelectual del mundo.
Aunque murió el 31 de diciembre de 1980, su voz, su imagen, su pipa siempre encendida y sus ideas disruptoras viven desparramadas por la web como data, flujos de información, píxeles en movimiento e imágenes comprimidas en videos de YouTube (marshallmcluhanspeaks.com). McLuhan vive. “McLuhan not dead”, se leería en las paredes la web si la web tuviera paredes.
Escucharlo y leer sus libros es como revisar las respuestas a un crucigrama antes de completarlo. Su pensamiento es tan actual que basta realizar una simple operación de sustitución para olvidar su verdadera fecha de publicación. Como sugiere el argentino e hipermediático Carlos Scolari (quien en mayo de este año reunió a los herederos de este pensador en las jornadas/festival Galaxy McLuhan en Barcelona), sólo hay que cambiar la palabra “televisión” por “Internet” o sustituir “medios electrónicos” por “medios digitales” para que asuman una contemporaneidad asombrosa.
Más que un oráculo, un gurú, un profeta, McLuhan es una máquina del tiempo. En él, el presente se funde en el pasado y conducen, sin paradas, hacia el futuro.
Tomado de Radar
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