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Normalmente, el concepto de lo kitsch es tratado de manera ligera, tanto en el mundo del arte como en la cultura popular. Claro está que es un concepto que pone a dialogar ambos escenarios, aunque erradamente se considera que se aplica de forma unidireccional: como lo popular filtrado dentro del escenario culto.
Para aceptar esta unidireccionalidad de lo kitsch tendríamos que someternos a cegueras profundas: la primera estaría en considerar que lo culto y lo popular son formas estancas, que no pueden ser desplazadas, cuyos intercambios son limitados y, más aún, que son propias de diferentes clases sociales distanciadas por una mayor o menor capacidad de adquisición y consumo, ignorando los múltiples niveles medios. La segunda está vinculada a la creencia de que la educación no es un concepto relativo y que la cultura es exclusiva de aquellos que pueden acceder a ella en mayor grado, sin distinguir si esa educación es plenamente técnica o de prácticas no sistematizadas por el estado o las instituciones privadas (oficios, educación libre, prácticas agrícolas, música popular, breakdance, etc.). En otras y mejores palabras de Paulo Freire: “La cultura no es atributo exclusivo de la burguesía. Los llamados ‘ignorantes’ son hombres y mujeres cultos a los que se les ha negado el derecho de expresarse y por ello son sometidos a vivir en una ‘cultura del silencio».
Umberto Eco es quien probablemente haya teorizado con más profundidad sobre el concepto de lo kitsch, concepto que posee notoriedad en su indispensable “Apocalípticos e Integrados”, ya todo un clásico de lectura obligatoria para la comprensión de los fenómenos artísticos de la segunda mitad del siglo XX y nuestra contemporaneidad. En este texto lo kitsch se presenta de forma plural en distintos nivel de fruición y estableciendo vínculos multidireccionales entre los distintos escenarios de la producción cultural, ya sea de masas, de midcult o clase alta.
Pero lo más valioso es, sin lugar a dudas, la progresión interna del concepto que Eco nos presenta: en un principio se entiende como el mal gusto, como aquellos elementos que desentonan ante un canon definido previamente como buen gusto, pero que de alguna manera se han introducido a él. Posteriormente, gracias a su inclusión en el buen gusto, y la crítica contemporánea aplicada al canon como lugar de comodidad estética y no de producción epistemológica, el concepto progresará a ser entendido como un Ersatz (palabra alemana que significa sustituto o remplazo) del arte, fácil de digerir y consumir. Como diría Eco: “cebo ideal para un público perezoso que desea participar en los valores de lo bello, y convencerse a sí mismo de que los disfruta, sin verse precisado a perderse en esfuerzos innecesarios” (Apocalípticos e Integrados. Barcelona: Lumen, 1999).
Esto nos llevará a una tercera definición en donde lo kitsch se presenta como una prefabricación e imposición de un efecto (2 pág. 84), como una mentira artística constituida por un efecto ya dado, robado de experiencias previas (ya aceptadas como arte) que lo recubren, pero vacío de todo contenido y toda profundidad. (Claro ejemplo de esto las reproducciones de pinturas famosas en restaurantes de comida rápida).
Por último, como consecuencia de esta progresión, entenderemos lo kitsch como algo ya consumido, carente de contenidos, construido sobre el lugar común y la comodidad de lo ya reconocido, que no involucra al lector en ninguna aventura ni en ningún descubrimiento activo, y que simplemente le otorga el título de culto por formar parte de su consumación al pagar la tarifa adecuada, y al creer que el efecto dado forma parte de una fruición estética, cuando no es más que la compra de un supuesto estatus cultural del cual podrá regocijarse posteriormente.
Por tanto: ¿Es la muestra “da Vinci, El Genio”, que se expone actualmente en la Antigua Aduana, un kitsch?
Por supuesto.
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