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Las agencias noticiosas giran en torno al espectacular desplome financiero que arranca el 8 de agosto del año en curso, cuyo epicentro es la bolsa de Wall Street y se contagia vertiginosamente por todo el mundo. La frase «pánico en los mercados» se generaliza, mientras cae el valor de las acciones financieras en todo el mundo. Las reacción de los expertos, autoinvestidos como «think tanks» oscila entre la estupefacción, la decepción y los llamados abstractos a retomar la confianza.
Que Obama u otros demagogos de alcurnia busquen «chivos expiatorios», señalando con el dedo acusador a Standard and Poors (S & P) por rebajar la calificación del estado norteamericano en virtud el manejo aparatoso de su colosal deuda, o que en el Congreso y Senado norteamericano se debatan en un juego al estilo «yo no fui… fue teté», recriminando a Europa o haciendo el teatro de las culpas entre demócratas y republicanos, no son más que distractores «fuegos de artificio» de las cúpulas políticas, que son directas responsables de este nuevo salto en la recesión.
Pero, como reza el refrán popular: «el frío no está en las cobijas»; lo que Obama y similares buscan ocultar es que la crisis que sacude la economía mundial es profunda, sistémica, estructural, pues a pesar del subsidio trillonario que en el anterior pico de la recesión (2008) las potencias del G7 (a costa de los erarios estatales y al precio de un colosal endeudamiento público) le brindaron a los grandes pulpos financieros, mediante lo cual sortearon temporalmente la recesión, ésta hoy de nuevo estalla con ímpetu y somete a pánico a los gobiernos, los capitalistas y especuladores financieros en todo el orbe. Simultáneamente, avanza la degradación ambiental y se extiende de nuevo la plaga de la hambruna en Etiopía y Somalia.
En definitiva, la crisis -hoy sin retorno- tiene su raíz en lo que el viejo Marx señaló como la caída tendencial de la tasa de ganancia, que alcanza hoy extremos sin precedentes y compele al capital a una ofensiva despiadada contra el nivel de vida, los salarios, el empleo, los derechos de las y los trabajadores y pueblos de todo el mundo, incluyendo guerras y hambrunas, con tal de recuperar sus ganancias (con el único fin de aumentar brutalmente la extracción de plusvalía). En este caldo de cultivo económico-social, la temperatura sube y sube… y como respuesta, al otro lado de la barricada, asistimos a una agudización sin parangón de la bronca y las movilizaciones sociales; como ejemplos recientes tenemos la primavera árabe, la revuelta de las y los indignadas en España, la insurrección en Grecia, el alzamiento de la juventud y el pueblo chilenos, el levantamiento espontáneo en los barrios obreros del norte de Londres.
Ya no se trata, entonces, de la mera crisis del modelo neoliberal, es mucho más que eso: la enfermedad crónica, aguda, letal, que azota a la humanidad se llama capitalismo. Y en ese contexto está planteada la posibilidad de una salida radicalmente distinta a la agonía prolongada del capital; dicho de otro modo, hoy con más certeza que nunca opinamos que la medicina frente al cáncer capitalista no es su reforma (por demás vana), la salida que hay que construir entre todos y todas «los de abajo» no tiene otro nombre que revolución.
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