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Cuando siete italianas hermosas, menores de veintiocho años y mayores de dieciocho, se encerraron con tres jóvenes corteses en el patio central de un palacio en las afueras de Florencia, con el propósito de contarse historias durante diez días seguidos para espantar con la imaginación los horrores que dejara la peste negra por toda la ciudad, una forma de entender la literatura veía la luz y acompañaba las páginas desenfadadas del +Decamerón de Giovanni Bocaccio, a saber, la ficción como refugio frente a las desgracias de la vida cotidiana.
Una ciudad apestada, los efectos sociales de una guerra, el encierro en un colegio de temperamento penitenciario, el aburrimiento, una enfermedad, el tedio de un ambiente militar, pueblerino o escolástico, la soledad y el miedo en medio de una familia conservadora o caótica, la ausencia de amigos, la pérdida de una amante o las dificultades para dormir a las horas ordenadas; son todas condiciones de las que han dejado testimonio infinidad de escritores, condiciones que les permitieron iniciarse en el vicio subyugante de la lectura.
Leer como un acto de fuga, como un acto de rebeldía, como una evasión a la pobreza de la vida real, como un estímulo a la imaginación que aspira a vivir más y mejores cosas que las que se le dan en lo inmediato. La lectura de ficciones forma parte de un contrato suscrito inconscientemente, propuesto por un mentiroso y aceptado por un creyente, por un necesitado que se contagia de aquello que le cuentan, que se contagia del mismo modo que les ocurrió a los florentinos con la peste negra, hombres y mujeres que “almorzaron por la mañana con parientes y amigos, y cenaron por la noche en el otro mundo, acompañando a sus antepasados”.
Escuchar al abuelo sentado en una mecedora, una tarde cualquiera, contando historias, viajes, hazañas y favores de las mujeres. Oír al pie de una barra, al tío aventurero que regresa después de una larga ausencia, de la que habla exagerando las conquistas y minimizando los fracasos. Leer hasta que se acabara la madrugada, leer mil y una historias que ahuyentaban la soledad, que expulsaban los demonios. “Pasarse las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio hasta perder el juicio.” Leer y escuchar, comunicarse con los muertos, aprender de los embusteros, de los farsantes, de los timadores, de los estafadores. Walter Benjamin dice que el narrador proviene de tiempos remotos o de lugares distantes, que cuenta cosas de épocas que ya no existen o de geografías lejanas y conocidas sólo por él. En síntesis, que cuenta cosas que desbordan el aquí y el ahora.
Perder a un amigo duele, pero la pérdida de un narrador de raza con quien uno ha compartido días y noches, le agrega a ese dolor una intensidad difícil de precisar, el duelo es aún mayor, con su pérdida, además, se marca el fin de la ficción y la aparición indeseable de la vida real.
No son pocas las novelas que me ha costado terminar, no por difíciles sino por queridas, por entrañables, por emocionantes; pero en dos de ellas, por lo menos que yo recuerde ahora, el narrador consigue de forma magistral, que el lector se identifique con el personaje abandonado por su amigo el inventor de ficciones. Una de ellas es el +Quijote y la otra es +Tríptico de mar y tierra, la última de las siete novelas con las que Álvaro Mutis cuenta las empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, ese personaje extraordinario, por el que el poeta chileno Gonzalo Rojas, juró al novelista colombiano que lo llevaría a los tribunales de justicia si algún día le daba muerte o cesaba en la narración de sus aventuras por todos los mares de la tierra.
EL RUEGO DE SANCHO PANZA
Mucho se ha hablado de la transformación que sufre Sancho Panza al final de la novela, de su interés por continuar las aventuras por las llanuras de la Mancha, de su gusto por la vida andariega y heroica de los caballeros que su amigo le enseñó a conocer. Mucho se ha hablado de su contagio, de esa enfermedad que ataca y hace que quien la padezca vea y sienta la vida como si fuera literatura.
Desde su lecho de muerte dice Don Quijote:
“– Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
-¡Ay!- respondió Sancho llorando-. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado.”
Don Quijote pide perdón por el engaño en el que hizo caer a su amigo, que por su parte, no quiere salir del mundo que aprendió a conocer de la mano de un loco. Con Sancho, todos los lectores le pedimos a Don Quijote que no se muera, que continúe venciendo gigantes, liberando prisioneros y desfaciendo entuertos, auxiliando a las desamparadas y a los huérfanos, desenmascarando a los impostores y recorriendo extensiones en invierno y en verano. No hay nada que hacer, la suerte está echada, murió Don Quijote y murió la ficción, con Sancho todos nos despedimos de ella con cierto malestar y con terrible melancolía.
EL ADIÓS DE MAQROLL EL GAVIERO
El hombre de la gavia, Maqroll, viajero incorregible, se ve en su edad madura cuidando al niño Jamil, el hijo de su amigo Abdul Bashur, el soñador de navíos, quien muriera no muchos años atrás. El marinero en tierra le cuenta a Jamil, que somos todos los lectores, sus andanzas por los cinco continentes y los dieciséis mares. De noche, acostados en sus hamacas, mientras la madre del niño trabaja, Maqroll y Jamil recapitulan momentos entrañables. Pero la separación se acerca, la madre del niño tiene planes de dejar Pollensa y Maqroll no puede estarse quieto en un solo lugar. La despedida resulta inevitable:
“Entre los planes que comenzaban a madurarse en mi cabeza, Beirut figuraba en lugar de preferencia. Al terminar mi explicación vi que dos lagrimones corrían por las mejillas de Jamil. Lo estreché contra mí y permanecimos en silencio… El niño descendió de la hamaca y dándome un fugaz beso en la frente me dijo con serenidad de adulto que se conforma con su destino:
‘Yo sé que nadie me contará las cosas que tú me cuentas. Eres mi mejor amigo y no creo que nos volvamos a ver.’
Sin testigos, el gaviero y el niño se ven por última vez en la vida. Con esta separación en la historia que se cuenta, los lectores nos despedimos del narrador que nos ha mantenido hechizados. Con la separación de destinos, a los lectores se nos acaba la ficción, otra vez, un adiós incluye al otro.
En mi caso personal, por razones difíciles de explicar, la realidad me sigue incomodando. Por fortuna, con frecuencia llegan a mis manos libros que me seducen, contados por novelistas a los que les sigo creyendo. Además, todavía puedo visitar al abuelo, a quien le sigo poniendo la misma atención imperturbable que cuando tenía cinco años y las suyas, eran las únicas historias importantes que conocía en la vida.
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