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“Muerto el perro acabada la rabia”, parece ser la consigna de “mano dura” que expresa la frialdad humana y la incapacidad de la clase política para reconocer las dimensiones profundas de la crisis cultural de nuestro tiempo.
Efectivamente, no enfrentamos cualquier crisis: es del orden de las grandes transformaciones históricas que marcaron rupturas profundas del marco de valores y prácticas constitutivas de la vida social.
De ahí, la urgente necesidad de apostar con decisión y visión por una nueva unidad de cultura. Es por la que se manifiestan, bajo diferentes modalidades, las juventudes del mundo. Urge una respuesta que no puede venir de una clase política anquilosada en el pasado. Por eso recurre, junto con sus aliados más conservadores del mundo de la religión y de la cultura, al poder simbólico de la fuerza: un discurso descalificador, intolerante e inquisitorial.
Dos hechos recientes son muy reveladores. Uno a distancia, en la sociedad de los reyes y reinas de palacio, sin duda, símbolo de un anacronismo histórico-político. Ahí, los jóvenes son estereotipados de delincuentes saqueadores: un discurso ideologizado que busca descalificar a quienes les asiste el derecho y la razón.
El otro, tan cercano que toca los cuerpos de nuestras mujeres, en una sociedad que arrastra un confesionalismo estatal, igualmente anacrónico. Aquí, el mensaje es más subliminal: un llamado a las mujeres para vestirse con recato, haciéndolas cómplices de la violencia de la que son víctimas. Tal advertencia puede extrapolarse al comportamiento social en general: “vestirse” con recato es no atreverse a romper la norma de los “sanos” y “buenos” modales, es reprimir nuestros cuerpos para que no protesten cuando son mancillados o tienen hambre y sed de justicia. Necesitamos una sociedad de personas recatadas, es decir, sumisas, bien portadas, que no se indignen ni protesten…
Ambas realidades, distantes en muchos aspectos, muestran un mismo rostro cultural: frívolo y caduco, que apela a la fuerza y al moralismo intolerante para contener la protesta libertaria de un nuevo sujeto social que se abre paso, sin claudicaciones ni cálculos: es la fuerza de la dignidad que siempre se impone y nutre las energías político-culturales para dar los grandes saltos históricos. Efectivamente, la dignidad de las personas y pueblos parece ser el nuevo nombre de la sociedad de la equidad, la inclusión y la paz social.
Por otra parte, la irreverencia de algunos actos de este nuevo sujeto social debe ser percibida no como simple desviación equívoca de los “extremistas” de siempre, sino como una expresión simbólica de fuerte contenido contestatario; llama a la reflexión a quienes, como el Faraón de los tiempos del Éxodo, endurecen sus corazones desoyendo el clamor libertario del pueblo, y persisten en su fundamentalismo de “mano dura”.
Hay que contrarrestar la fuerza de la frivolidad y la intolerancia, expresión de la violencia simbólica, que busca contener las energías creadoras del nuevo sujeto social.
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