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La película El Regreso, dirigida, escrita y actuada por Hernán Jiménez, tiene muchos aciertos. Nos muestra, con humor equilibrado, lo que somos, aunque no nos guste enfrentarlo. Como toda obra de arte ofrece varias lecturas. La más evidente, el joven que regresa de Estados Unidos a una Costa Rica mucho más deteriorada de lo que se habría imaginado, inseguridad ciudadana incorporada. Otra, que los ámbitos urbanos y domésticos señalan hacia un paisaje emocional.
Con el retorno del personaje principal, Antonio, podemos tener una mirada ajena –y propia a la vez– que se interna en nuestra sociedad y va lanzándola a nuestra cara: una clase media echada a menos; una religiosidad que sólo sirve como soporte de la mojigatería que hemos confundido con la decencia; un pueblo que, so pretexto de la inseguridad ciudadana, cada vez está más ensimismado; un machismo que, en ese ocultamiento timorato, sigue estando inconfeso para sí mismo.
En efecto, Antonio regresa a un padre enfermo que nunca ha podido expresar afecto por su hijo. Es un hombre que no puede acercarse a otro varón, si no es por la vía de la racionalización, aunque ese otro hombre sea su vástago. Ni siquiera al borde de la muerte puede celebrar el talento que el muchacho ha heredado de él, pero que no necesita parecerse al paterno.
Como contrapunto encontramos a la hermana de Antonio. Amanda, es una mujer todavía joven, dedicada a cuidar de los otros, a trabajar y, para no pensar en sí misma, embrutecida por una religiosidad rayana en la superchería. Como muchas mujeres en este país, convertida involuntariamente en jefa de hogar, viviendo al día, con poca oportunidad para gozar de la vida por su cuenta. Manteniendo a un hijo pequeño, al padre enfermo y una casa que, evidentemente, conoció mejores tiempos. Sin embargo, para mi gusto, es el personaje peor construido. Su evolución es poco verosímil dentro del lapso de tiempo en que, se supone, transcurren los hechos. En menos de dos semanas Amanda pasa de la depresión y la beatería a enloquecer de amor por un hombre que se encuentra por ahí.
Por otra parte, está César, el viejo amigo de Antonio. Junto con Sofía representa una parte de esa juventud de clase media que no termina de salir adelante. Ambos son personajes jocosos, pero con una gota de patetismo: un metalero por accidente y una graduada universitaria desempleada. Los diálogos que sostienen con el personaje principal son los más divertidos y reveladores. César termina por poner en el tapete la intolerancia que padecemos ante la crítica, la incapacidad para no tomárnosla personalmente. Pero también le hace ver a Antonio su necesidad constante de encontrar la mancha, sin poder considerar el lado amable de su reencuentro con la gente que dejó atrás.
Antonio no soporta su país. No lo soportaba cuando se fue y lo que se encuentra le resulta todavía peor. Y es que tomar distancia del propio terruño puede ser un ejercicio brutal. Él sabe que la autocomplacencia en que vive buena parte de este pueblo, viene de la ignorancia, de seguir sin ver allende las montañas, del “’porta’ mí” y nada tiene que ver con el paraíso de postalita que nos han vendido tanto a quienes vivimos aquí, como a turistas. (A propósito, ese “‘porta’mí” está maravillosa y cómicamente representado por la empleada de migración, donde hay que sentarse bien modositos y esperar aunque “nos lleve puta”).
Finalmente Antonio explota y hace la pregunta por la que, si sólo eso tuviera, ya valdría la pena ver esta película: “¿Por qué estamos tan llenos de rejas?” Interpela a Sofía –y a la audiencia- sabiendo que esas rejas del entorno remiten a algo más profundo: ¿por qué estamos tan encerrados? ¿Por qué hemos construido un enrejado en nuestro propio interior? Esas rejas nos aíslan, nos permiten ocultarnos, no sacar nuestros trapos sucios (personales y familiares), alejarnos de nuestros semejantes, no reconocer que nunca fuimos la Suiza de América, no enfrentarnos a nuestros traumas individuales y colectivos. En síntesis, el enrejado es la metáfora de la crisis de identidad de este pueblo intermontano.
Por último, cabe destacar el crowd funding como medio para hacer cine en un país con pocos recursos, en la mejor línea del cine pobre. Esto nos enseña que, con ingenio, se puede hacer cine que, si bien no perfecto, haga pensar. Y lo hace no con humor “charralero”, sino crítico, más no criticón.
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