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Fenomenología del reconocimiento del otro

A Quirce Balma, un espíritu inquieto que despierta nuestra adormecida conciencia.

A Quirce Balma, un espíritu inquieto que despierta nuestra adormecida conciencia.
La irrupción de un actor precipita la constitución de múltiples sujetos. Más que a un individuo, el actor es voz diversa que crea significados y constituye identidad,  resignifica la vivencia proclamando y constituyendo la dignidad de múltiples personas. Es así multiplicidad de conciencias cuyas voluntades no están complacidas, cuyos silencios no están comprometidos, pues la inclusión les es insuficiente, y la incorporación les es aún distante. El actor reorganiza lugares y momentos. Se impone y los coloniza con prácticas constitutivas de escenarios de vinculación; en ellos puede despojarse del anonimato al que lo reducía aquella exclusión física y simbólica que lo llevaba a avergonzarse de sí mismo. Ahí, en un escenario distinto de reconocimiento y aproximación despreocupada, las relaciones humanas no resultan impersonales, sino  filiales inmediatas, pues  en lo cotidiano nadie convive con millones de seres humanos, sino que intencionalmente toca a unas cuantas personas y, casualmente, se  roza con unas pocas decenas. El problema  de fondo es cómo irrumpe un actor, ya que antes de serlo no era tan siquiera sujeto, sino un otro que resultaba sernos fácilmente disimulable y excluible.
Sobrevivir  a la grosera existencia que se padece en una época de incertidumbres como la actual, solo le es posible a nuestra desventurada conciencia dentro de aquellas regiones de la realidad histórica que nos resultan acostumbradas, seguras simbólicamente, pues las hemos colonizado figurativamente con nuestra recurrente presencia. Las incertidumbres nos provocan desconfianza, la presencia de un otro anónimo nos  provoca recelo; escapamos entonces de su virtual amenaza a través del subterfugio del disimulo y la furtiva mirada.
Su realidad humana no nos interesa; en su anonimato nos resulta cómodamente excluido de nuestra capacidad de reconocimiento, de nuestro interés y de nuestros sentimientos. Pero este otro incierto es persona más allá de nuestros cierres simbólico-identitarios, y  como tal  resiste a nuestro desprecio y nos habla. Supera nuestra evasión con su presencia, se convierte en alguien en ese lugar y momento en el que nos resultaba indiferente. Sin  tal osadía, su existencia se oculta entre los bastidores del desprecio. Incluido de este modo, por su inevitable presencia, en nuestro mundo, no se encuentra incorporado más que a lo casual, a aquel mero roce que no aceptamos y que podemos disminuir con  un gesto.
Somos conscientes de la existencia del otro, no por su identidad, sino por sus acontecimientos. Sus movimientos y arrebatos, nos llevan a fijarnos en él, e incluirlo, con desprecio por su vulgaridad, dentro de nuestra región acostumbrada de realidad. Lo sometemos así a una asimilación excluyente que lo deforma, pero que nos permite rechazar su incorporación a un nosotros; el otro ya no es amenaza, anonimia es ahora: el borracho necio, o el sucio adicto, o la loca, o el nica…. de nuestro barrio.
La inclusión del otro diverso solo es inobjetable si su presencia se hace recurrente en los lugares y momentos que hemos colonizado con nuestra simple presencia, esos espacios y tiempos que al sernos ya acostumbrados no aceptamos simplemente abandonar, pues nos son figurativamente nuestros.
Ese otro que se incluye corporaliza la exclusión a la que se le ha sometido, es persona que trasciende la condición de sujeto a través de su resistencia a distintos cierres simbólicos. Su dignidad no se fundamenta en lo que se le otorga, sino en lo que arrebata al invadir un centralizado mundo de prácticas y valoraciones identitarias diferenciables, constitutivas de fronteras.
Su resistencia agota la lógica de exclusión y centralización, e impone formas de racionalidad diferenciada que precipitan la incorporación de la diversidad a nuestra cotidianidad. La irrupción del actor nos ha llevado a otras posibilidades de significado, de relación y encuentro en lugres y momentos inevitablemente comunes. Nos lleva a descentralizar las formas de ser, pensar, valorar y constituir la realidad, a pensar en una nueva utopía: la de una época de humanismo absoluto de la historia, de la diversidad como nueva forma de unidad.

  • Hermann Güendel (Director Escuela de Filosofía, UNA)
  • Opinión
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